Ser leyenda
La fascinante trayectoria de Zubin Mehta, el más popular de los directores de orquesta y uno de los mejores del último medio siglo.
Por Diego Fischerman
#Conciertos
“Llegué a Israel por elección, para reemplazar a Eugene Ormandy, el gran director de la Orquesta de Filadelfia, en mayo de 1961”, contó Zubin Mehta en su anteúltima visita a Buenos Aires. “El concierto fue muy bien recibido y la Orquesta me llamó de nuevo en 1963. Mi siguiente visita fue en 1965, cuando Carlo Maria Giulini canceló la gira que haría por Australia y Nueva Zelanda. Fue entonces cuando mi relación se hizo más estrecha. Tocamos juntos a través de toda Oceanía, viví con ellos. Tengo, desde siempre, una empatía especial con los músicos de la Filarmónica de Israel”.

Zubin Mehta. @Oded Antman.
Aquel recuerdo conecta con este presente, en el que el director oriundo de Bombay está transitando el último año* al frente de la orquesta que, llamada al principio Filarmónica de Palestina y, más tarde, de Israel, se convirtió en una de las mejores del mundo.
La orquesta tuvo, desde ya, otros grandes conductores –Toscanini, Leonard Bernstein, Malcolm Sargent y Dmitri Mitroupulos, entre otros– y, por su parte, Zubin Mehta dirigió innumerables organismos. Ambos, no obstante, estaban destinados a encontrarse. Y el hijo de Mehli Mehta, un director de orquesta indio, acabó siendo el director más fuertemente identificado con ella.

Mehta al frente de la Filarmónica de Israel en el Teatro Colón, 2013. ©Arnaldo Colombaroli.
Mehta condujo por primera vez la Filarmónica de Israel en 1961. Ese mismo año se hizo cargo de la Sinfónica de Montreal y en 1962 comenzó su relación musical con la Filarmónica de Los Ángeles y, también, debutó en Buenos Aires conduciendo la Sinfónica del Estado en la Facultad de Derecho. Había sido el director más joven en conducir las Filarmónicas de Berlín y de Viena.
Tenía apenas 26 años y ya era una estrella.

Ensayo con la Filarmónica de Israel para el concierto producido por el Teatro Colón en el Hipódromo de Palermo, 1997. ©Máximo Parpagnoli.
En 1972 volvió a Buenos Aires al frente de la Filarmónica de Israel, de la que era asesor musical desde 1968, y seis años después regresó conduciendo la Filarmónica de Nueva York, con la que volvió en 1982. En esa ocasión, además de actuar en el Colón lo hizo en el Luna Park, frente a 10.000 personas.
En 1987 levantó la apuesta: tocó en la calle, en la intersección de Posadas y la 9 de Julio.
Ese frío 10 de agosto se reunieron para participar del rito unas 100.000 personas. Director musical de la Filarmónica de Israel desde 1977, en 1981 se lo honró otorgándole el cargo con carácter de vitalicio. Tan detallista en lo musical como hábil en las relaciones públicas y tan afecto al trabajo meticuloso como a los grandes acontecimientos mediáticos, Mehta no duda en incluir en sus programas de gira obras que muchos de sus colegas considerarían riesgosas, ni tampoco en ser parte de shows como el debut de los 3 Tenores en Roma, la noche anterior a la final del Mundial de Fútbol de 1990.

Mehta junto a Plácido Domingo, José Carreras y Luciano Pavarotti en un concierto de 1994.
Formado en Viena en las clases de Hans Swarowsky, donde fue compañero de Claudio Abbado y director musical de la Orquesta Filarmónica de Nueva York a partir de 1978, Mehta fue también director titular del Maggio Musicale Fiorentino desde 1985 y entre otros reconocimientos ha recibido el Nikisch-Ring, anillo de honor de la Filarmónica de Viena; es Ciudadano Ilustre de Florencia y Tel Aviv, en 1997 fue nombrado Miembro Honorario de la Ópera Estatal de Viena y en 1999 recibió el Premio de la Paz y la Tolerancia en el Mundo otorgado por las Naciones Unidas. Y desde un año antes y hasta 2006 fue director general de Música de Baviera y director musical de la Ópera y la Orquesta de ese estado.

En marzo de 2011 obtuvo su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, en Los Ángeles.
Es uno de los mejores directores de orquesta del último medio siglo y, al mismo tiempo, el más popular.
Por un lado, sus interpretaciones de colosos del repertorio sinfónico como Gustav Mahler están entre las más reflexivas y profundas que se hayan logrado. Por otro, es el inventor, o por lo menos uno de los socios fundadores, de algunos de los más grandes negocios que haya dado la industria musical de cualquier género. Y es que aquella marca llamada 3 Tenores y patentada en Roma en 1990 produjo más dividendos y llegó a mucha más gente que varios ídolos pop juntos.
Por otra parte, y tal como el público de Buenos Aires lo comprobó de manera directa –por ejemplo, en su concierto frente al Puente Alsina, en agosto de 2013–, lo masivo no está reñido, para él, con la altura de las metas estéticas. En esa ocasión, una impecable selección de valses –que parte de la multitud congregada bailó– fue de Johann Strauss a Tchaikovsky e incluyó el salvaje modernismo del final de Daphnis y Chloé, de Maurice Ravel.

En acción, con la Filarmónica de Israel en el Teatro Colón, 2016. ©Máximo Parpagnoli.
Mehta es una figura atípica también por otras cuestiones. Su carrera discográfica, por ejemplo, es significativamente escueta. Si se tiene en cuenta que su florecimiento como figura coincide casi exactamente con la Edad de Oro del disco de vinilo, primero, y del CD después, y se compara su discografía con la de los otros grandes conductores de las últimas décadas, el resultado no podría ser más sorprendente. Salvo por las secuelas de los 3 Tenores y algunas óperas grabadas entre el final de la década de 1960 y los comienzos de la siguiente –la Turandot de Puccini con Joan Sutherland, Luciano Pavarotti y Montserrat Caballé, por ejemplo–, son muy pocos los registros existentes.
Si se piensa en Mahler, sin duda una de sus especialidades, apenas pueden encontrarse una Sinfonía N° 5 con la Orquesta Estatal de Baviera, una antigua –y venerada– Sinfonía Segunda, con Christa Ludwig e Ileana Cotrubas junto con la Orquesta de la Ópera Estatal de Viena, una Canción de la Tierra con Peter Seiffert, Thomas Hampson y la Filarmónica de Múnich (en vivo y en el propio sello discográfico de esa orquesta), unas pocas –y virtualmente inconseguibles– grabaciones con la Filarmónica de Los Ángeles –entre ellas, los Rückert-Lieder y los Lieder eines fahrenden Gesellen con la gran Marilyn Horne– y las Sinfonías N° 1, 2, 3, 4 y 6 con la Filarmónica de Israel en versiones descatalogadas o incluidas desde hace tiempo en colecciones promocionales.

Dirigiendo a la Filarmónica de Israel en el Teatro Colón, 2019. @Arnaldo Colombaroli.
Mehta es, gracias a Pavarotti, Carreras y Domingo, y también a algunas de las grabaciones de los conciertos de año nuevo de la Filarmónica de Viena, el músico clásico que más discos ha vendido. Y, sin embargo, no es un artista del disco.
Su carrera se ha construido al calor del contacto con el público.
Y en ese aspecto es donde los caminos aparentemente irreconciliables –el de las grandes interpretaciones de las obras más complejas y el del evento masivo– se juntan. Podría pensarse que la atipicidad de la carrera discográfica de este director, que su falta de registros de referencia, se debe a cuestiones de mercado. A que dirigió orquestas que no tenían contratos de exclusividad con los grandes sellos de finales del siglo pasado (Deutsche Grammophon, Decca, Philips, EMI, Columbia, Warner o RCA). Pero también es posible mirar la situación desde otro ángulo. Suponer un alto grado de decisión por parte de Mehta. Y concluir, simplemente, que para él si no hay público no hay música.
En ese sentido, Mehta ha elegido participar –o ponerse literalmente al frente– de situaciones en que la música fue catalizadora de respuestas comunitarias significativas frente a situaciones conmocionantes.
Dirigió en campos de refugiados y se negó a hacerlo en Sudáfrica, como rechazo al apartheid. Condujo a la Filarmónica de Israel en Belén, durante la Guerra de los Seis Días, y estuvo en Tel Aviv en plena Guerra del Golfo, dirigiendo con una máscara antigás colgada del cuello. Y en 1994 ocupó el podio en un concierto en las ruinas de la Biblioteca Nacional de Sarajevo, patrocinado por Naciones Unidas, en el que participaron José Carreras, Ruggero Raimondi, Cecilia Gasdin e Ildig Kamlosi.
“Ellos conversan más, escuchan más, tienen más opiniones y más fundadas, y eso me encanta. Y adoro ese clima oriental de los ensayos”, decía Mehta en 2013, como anticipando lo que ocurrirá en sus próximos conciertos en el Teatro Colón. “Ellos hablan mucho, tocan mucho y se concentran mucho. Y de repente ese enorme y maravilloso palacio de grandes sonidos está construido”.

La directora general María Victoria Alcaraz entrega una medalla a Mehta en su función de despedida del Teatro Colón. 2019. @Juan José Bruzza.
Argerich, una experiencia única
Martha Argerich fue la solista invitada en uno de los conciertos de la Filarmónica de Israel en 2019. El 27 de julio interpretó una de las piezas centrales del repertorio, el Concierto en La menor, Op. 54, que Robert Schumann compuso en 1845. Ella, ya se sabe, tiene un repertorio y una serie de compositores a los que vuelve una y otra vez. “Es una relación de amor”, dijo alguna vez. Y, como toda relación de amor, es siempre cambiante, siempre esperada pero jamás totalmente anticipada.

Mehta y la Filarmónica de Israel en un ensayo junto a Argerich, 2019. ©Arnaldo Colombaroli.
En una de las escasísimas entrevistas que ha concedido en su vida, realizada para Revista Clásica en 1999, hablaba de lo que sentía cuando tocaba junto con otros músicos. “Nunca tuve la sensación de que el público se fascinara conmigo. Todavía no la tengo –decía–. Pasan tantas cosas juntas cuando uno toca. La primera, obviamente, es el interés que me produce lo que estoy tocando. La música. Después, cuando se toca con otras personas, hay un registro muy preciso de lo que tocan ellos, pero también de sus movimientos, de sus gestos. Aunque no los esté viendo, sé cuando cierran los ojos, cuando sonríen. Hace ya mucho tomé la decisión de no tocar sola. Es un poco misterioso. No sé bien por qué. Resulta que no me gusta mucho estar sola. Y no me gusta la soledad en el escenario”.

Martha Argerich. @Arnaldo Colombaroli.
Argerich ha hecho un culto –y ha logrado que el mercado se lo respete– de la sinceridad musical.
Toca lo que tiene ganas de tocar y lo hace cuando desea hacerlo. Nunca cedió a las necesidades de programadores o de sellos discográficos.
Fueron ellos los que, conscientes de su grandeza –y de su temperamento–, se adaptaron a ella. No hay impostura. Las revistas especializadas europeas suelen hablar de un talento salvaje. Y es que hay algo de animal en su manera de apropiarse de un territorio. Su actitud, cuando comienza a tocar, es la de un pez que vuelve al agua.
Cuando grabó su primer disco, el legendario recital publicado por Deutsche Grammophon en 1961, la revista inglesa Gramophone discutió la cuestión del “toque femenino” (o de su ausencia). Unos años después, semejantes dislates ya no le importaban a nadie. Aun así, la revista francesa Diapason, que siempre la endiosó, no pudo evitar la consideración de género para hablar de su talento y la valoró, junto con Clara Schumann, como la pianista mujer más importante de la historia.

Mehta al frente de la Filarmónica de Israel con Argerich, 2019. ©Arnaldo Colombaroli.
Las competencias y cuadros de honor son, en rigor, inútiles. Lo que importa es que la experiencia de escuchar a Martha Argerich es única. Y que ella logra la más exacta –e improbable– combinación de control e imprevisibilidad que pueda imaginarse. Todo suena, cuando ella toca, como si fuera la primera vez. Y todo suena, al mismo tiempo, con una sabiduría que solo puede ser el resultado de una larga experiencia. Intuición y rigor. O, como en el mismo deseo (nuevamente la historia de amor), el extraño y maravilloso juego entre la anticipación y la sorpresa.
* Extracto del artículo publicado originalmente en la edición 138 de la Revista Teatro Colón.
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En 1938, el trigésimo aniversario de la inauguración del edificio del Teatro Colón fue acompañado por la ampliación de los subsuelos que se extendieron bajo la actual Plaza Vaticano.
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Entre los siglos XIX y XX, mientras se levantaba el actual Teatro Colón, Buenos Aires comenzó a transformarse en una metrópoli a partir de la construcción de los grandes edificios que hoy son emblemas de la ciudad.