Una obra maestra

La partitura de Tchaikovsky para El cascanueces marcó un antes y un después en la música para ballet.

Por Santiago Giordano

#Ballet

 

Tras la composición de La dama de pique, estrenada con gran repercusión en diciembre de 1890 en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo, Piotr Ilich Tchaikovsky se afirmaba definitivamente en un lugar importante dentro del panorama musical ruso de su tiempo.

Una obra maestra

A los 50 años, el compositor ya era reconocido también como el refinado creador de otras óperas, como Eugene Onegin, y también como el artífice de sinfonías vibrantes, conciertos estrepitosos y poemas sinfónicos cargados de pasiones, además de creador de bellas melodías que en su sensibilidad destilaban el espíritu de la danza.

Sin embargo, el primer intento de Tchaikovsky en el mundo del ballet había sido un paso en falso.

En 1875, el Teatro Bolshoi le había encargado la música para El lago de los cisnes, que se estrenó dos años después sin despertar entusiasmos. La modesta puesta en escena y la dificultad de la música –Tchaikovsky había trabajado de manera autónoma y rápida sobre una partitura que, llegado el momento, desconcertó al coreógrafo Julius Reisinger– habrían sido los detonantes del fracaso.

A principios de aquel 1890 de afirmaciones artísticas, el venerable Tchaikovsky tuvo una nueva oportunidad con el ballet, esta vez de la mano de Marius Petipa, maestro de coreógrafos y figura clave de la escuela rusa de ballet, y el favor de Ivan Vsevolozhsky, director de los Teatros Imperiales.

La música para La bella durmiente, que se estrenó con coreografía de Petipa y escenografía del mismo Vsevolozhsky –que además trabajaron juntos en el libreto extraído de La bella durmiente del bosque, un cuento del francés Charles Perrault de 1697–, significó de alguna manera la reivindicación de Tchaikovsky como compositor para ballet.

Una obra maestra

El joven Tchaikovsky.

A aquel artista que había dado sobradas pruebas de su madurez y de su versatilidad como compositor, el mismo Vsevolozhsky, por entonces hombre fuerte y referencia ineludible de la producción teatral en San Petersburgo, le encargó dos obras: un nuevo ballet y otra ópera. Así nacieron Iolanta, ópera en un acto sobre libreto de Modest Tchaikovsky –hermano del compositor– basado en La hija del rey Renato del danés Henrik Hertz, y El cascanueces, un cuento de hadas-ballet inspirado en El cascanueces y el rey de los ratones de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann. Iolanta y El cascanueces se estrenaron en diciembre de 1892, en un doble programa, en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo.

No fue un éxito arrollador. Tuvo apenas once representaciones y se bajó de cartel.

Mientras Iolanta fue representada al año siguiente en Hamburgo bajo la dirección de Gustav Mahler, El cascanueces tuvo que esperar hasta 1919 para ser repuesto en Rusia. La primera representación completa fuera del Imperio fue en Inglaterra en 1934, con la coreografía original de Petipa. En 1940, Walt Disney utilizó parte de la música del ballet en su película Fantasía y, en diciembre de 1958, la versión de George Balanchine con el Ballet de Nueva York fue transmitida en televisión por la CBS para todo Estados Unidos. Desde entonces, El cascanueces se ha convertido quizá en el más popular de los ballets y un símbolo de la Navidad en muchos países.

Tensión creativa

El proceso creativo de El cascanueces no estuvo exento de discusiones, extravíos y momentos tensos. Por un lado, el compositor se sentía agotado en su creatividad. En una carta a Bob, su sobrino dilecto, Tchaikovsky escribía: “Fiel a mi promesa, te escribo para contarte que ayer completé algunos bocetos del ballet. Recordarás que cuando estabas aquí me jacté de que podría terminar la composición en cinco días. Sin embargo en dos semanas terminé algunos bosquejos. No, el viejo se está acabando. No solo su cabello se vuelve blanco como la nieve, no solo está perdiendo sus dientes, no solo sus ojos se debilitan y se cansa fácilmente, sino que además está perdiendo la capacidad de producir cualquier cosa. Siento que este ballet es infinitamente peor que La bella durmiente (...). Si tengo que llegar a la conclusión de que ya no puedo proporcionar en mi mesa musical sino platos recalentados, terminaré abandonando la composición”.

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Mientras Tchaikovsky sentía también en su creatividad el paso del tiempo, las discusiones entre Petipa y Vsevolozhsky crecían y dificultaban los avances del trabajo. Una providencial indisposición del coreógrafo permitió al productor encargar a Lev Ivanov, maître de ballet en second de Petipa, la conclusión de la coreografía ya iniciada. Ivanov lo hizo siguiendo los apuntes que le había dejado Petipa, agregando de suyo una particular sensibilidad musical que distinguirá varios momentos del ballet.

Hasta hace unas décadas, el trabajo de Ivanov había quedado ensombrecido por el prestigio de Petipa. Resultaba común pensar que El cascanueces era una obra maestra del binomio Petipa-Tchaikovsky. Sin embargo, en el estreno de El cascanueces el programa anunciaba un “ballet en dos actos y tres escenas con libreto y coreografía de Ivanov, música de Tchaikovsky, escenas y vestuario de Botcharov e Ivanov”.

En los últimos años, sin menoscabar el enfoque dramatúrgico y estilístico de Petipa, la crítica rescató la figura de Ivanov para otorgarle lo que le pertenece: el lirismo, la levedad y, sobre todo, la conmovedora melancolía, que también se percibe en su gran obra maestra, el segundo acto de El lago de los cisnes, en cuya revisión también colaboró con Petipa en 1895.

El multitudinario funeral de Tchaikovsky en 1893.

El multitudinario funeral de Tchaikovsky en 1893.

Fue Petipa quien eligió un cuento de E.T.A. Hoffmann para el ballet. Hoffmann era una de las personalidades más fascinantes de la literatura alemana, autor, antes de Edgar Allan Poe, de las más fantásticas historias del siglo XIX. Pero el escritor llegaba a Rusia vía Francia, es decir, en la adaptación que de su cuento El cascanueces y el rey de los ratones había hecho Alexander Dumas (padre), una versión simplificada, destinada a un público más amplio, que entre otras cosas dejaba de lado el componente grotesco del original para poner en primer plano el cuento de hadas: un sueño y un despertar. Están los pequeños Clara y Fritz, la Nochebuena, el árbol de Navidad, la familia. El padrino. El regalo de un cascanueces en forma de soldado por el que Clara soñará ataques de ratas, un ejército de soldados de plomo, un príncipe hermoso, un país de golosinas. Hasta despertar.

Si La bella durmiente representaba un prototipo de ballet aristocrático derivado del barroco francés, El cascanueces fue, antes que nada, un ballet burgués: hay un príncipe en el sueño romántico de los placeres infantiles, pero Clara no tiene posibilidades de convertirse en una reina o una princesa. Tras el sueño seguirá siendo una niña, hija de la burguesía acaudalada.

Una nueva era

La música que Tchaikovsky compuso para El cascanueces es de una belleza que hasta entonces resultaba inusual para un ballet. El gusto por la claridad del sonido, la riqueza tímbrica, la invención armónica, la variedad de lenguajes que se ajusta a las necesidades descriptivas y, sobre todo, los grandes bailes –en especial el Vals de las flores y el Vals de los copos de nieve– configuran una partitura bella y solvente que puede sostenerse por sí misma, más allá de las demandas del ballet. De hecho, el mismo Tchaikovsky elaboró una suite de concierto con ocho números de la partitura, que estrenó antes del ballet completo y que en su momento fue muy bien recibida.

En El cascanueces abundan temas de raigambre popular, como la Danza árabe, inspirada en una canción de cuna de Georgia, o la Danza rusa, de un truculento carácter campesino. También resulta sorprendente, en la Danza del hada de azúcar, el empleo de la celesta. ue la primera vez que se utilizó en Rusia. Tchaikovsky la había descubierto en París y, antes que Rimsky-Kórsakov y Glazunov, la utilizó en una de sus obras. La aparición de los autómatas del príncipe Drosselmayer es la señal del final de la fiesta. El ballet, en su versión original, no termina en apoteosis, sino en el despertar, silencioso y feliz, de la protagonista.

Casa museo de Tchaikovsky en Klin, Rusia.

Casa museo de Tchaikovsky en Klin, Rusia.

De los tres ballets de Tchaikovsky, El cascanueces resulta el más franco, y por eso se podría colocar en una categoría superior.

Sobre todo porque es una obra capaz de expresar, aun en un contexto fabuloso, la verdad del sentimiento sin la necesidad de metáforas o de ficciones. La bella durmiente, por ejemplo, es un juego cortesano con una moralidad precisa. El lago de los cisnes –que Petipa e Ivanov rescataron y relanzaron poco después de la muerte del compositor– se pierde, sin pretenderlo, en el cenagoso juego de las relaciones entre madre e hijo. El cascanueces, sencillamente, es una historia de animación y trascendencia.

Excitado por el gran maestro de los coreógrafos, Tchaikovsky penetró con su sensibilidad en un mundo que acaso sin Petipa no hubiese podido comprender como lo comprendió. Su música le dio vitalidad al ballet clásico y, sin buscarlo, resultó ser el inspirador de la reforma que en la primera década del siglo XX actuarían asociaciones como las de Michel Fokine, Sergei Diaghilev, Alexandre Benois e Igor Stravinsky en la compañía de los Ballets Rusos.

Entonces ya estaba claro que después de Tchaikovsky no se podía pensar en un ballet sin buena música.

Artículo publicado originalmente en la edición 136 de la Revista Teatro Colón.

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