Cada función, un evento inolvidable
Economista y académico, el autor repasa de puño y letra su apasionado vínculo de 40 años con el Teatro Colón.
Por Juan Carlos De Pablo*
Fotos: Marilina Calós
#EnPrimeraPersona
Mi suegro les inculcó a sus hijos su pasión por la música, particularmente por la música clásica. En 1966 me casé con Ana María, su segunda hija, quien me contagió lo que había trasmitido su padre. Así fue como llegué a la música clásica, de la mano del Festival ligero de los clásicos, los discos que nos prestó una biblioteca barrial, cercana a Harvard, y la Mozartmanía, de Waldo de los Ríos.

Recién en 1979 nos atrevimos a pisar el Teatro Colón para escuchar un concierto. El caso es importante porque ilustra el “temor” que genera el Colón, aun entre gente aficionada a los conciertos, el ballet o la ópera. Por eso, cuando advierto que aparecen casos como el mío, a quien me comenta el problema le digo que compre dos entradas y me espere en la esquina de Libertad y Tucumán, que yo lo tomaré de la mano y lo meteré en la sala. Muy probablemente le ocurrirá lo mismo que a mí: una vez que entré, no pude dejar de volver.
Por lo que acabo de describir, aplaudo con gran entusiasmo la idea de “sacar al Colón” de la sala, iniciativa que lleva adelante su directora, María Victoria Alcaraz. En un par de oportunidades pude gozar de dignísimos programas de concierto que tuvieron lugar en el Parque San Martín de Mar del Plata, delante de decenas de miles de personas; y como tengo un departamento justo sobre el parque, me di el lujo de escuchar a la Orquesta Sinfónica del Colón en pijama. La gente aplaudió al terminar cada movimiento, lo cual constituye algo inaceptable para los melómanos, pero el hecho fue inteligentemente capitalizado por el director, quien no solo no reprendió a los oyentes sino que aprovechó la ocasión para hacer docencia.

Durante un cuarto de siglo ocupamos un par de lugares en el palco cuyo titular era Raúl Ernesto Cuello, en el abono dominical vespertino de la ópera. “El negro”, como lo llamaba todo el mundo, conocía los argumentos con un notable nivel de detalle, y su versión oral siempre me resultó más entendible que la demasiado compacta descripción incluida en el programa. Al fallecer Cuello, en 2017, nos mudamos a la platea.
Cuando veo espectáculos de magia, que me encantan, nunca averiguo en qué consisten los trucos; porque de esa forma cada vez que los vuelvo a ver me produce la misma sorpresa y felicidad que la primera. Con la ópera me ocurre exactamente lo mismo. Me siento en mi butaca y me abandono, “a lo que venga”. Algunas óperas ya las vi, otras no, pero el fenómeno es siempre el mismo: me dejo llevar. Primero y principal, por el argumento (más allá de que se trata de contenidos simples, que están al servicio de las voces y la música); después por el resto, incluyendo la escenografía.
En particular, no hago ningún esfuerzo por concentrarme. Mi mente a veces está muy focalizada en el evento, en otras ocasiones vuela por las cuestiones más diversas (ninguna económica, por si a alguien le interesa); las más de las veces, va y viene del espectáculo a otras cuestiones y viceversa. Todo me viene bien. Quizás Mozart, Puccini, Verdi y –sobre todo– Wagner se enojarían mucho conmigo, si leyeran esto, pero su enojo no modificaría mi conducta.

No conozco muchos otros teatros de ópera del mundo, pero el Colón no tiene nada que envidiarle al Metropolitan de Nueva York, a las óperas Garnier y Bastille de París, o a las varias que conocí a través del canal Allegro. Opinión que coincide con la de muchos cantantes extranjeros, contratados por nuestro primer coliseo. Joya que no siempre apreciamos debidamente, porque la tenemos cerca y accesible.
Vivimos en un mundo en el que la profesión juega un rol demasiado importante. Porque, como supondrá el lector, además de economista soy esposo, padre, abuelo, profesor, conferenciante, hincha de Vélez Sarsfield, etc.; pero si algún día choco con mi auto, probablemente los diarios van a decir “chocó el economista De Pablo” en vez de decir “¿en qué estaba pensando De Pablo, que se llevó por delante un auto que estaba estacionado?”. Digo esto porque la economía, como aspecto de toda realidad, también tiene que ver con las artes. Como economista tengo algunas cosas importantes para decir sobre la estructura de los precios que cobra el Colón en cada función, sobre las bondades y los inconvenientes de fabricar “en la casa” toda la escenografía, de cómo el cambio tecnológico impacta más en la producción de jabones que en el número de músicos que requiere tocar cualquiera de las sinfonías de Beethoven, etc. Pero no en esta ocasión.

Utilizo Gianni Schicchi, la última parte del tríptico de Puccini, como material en mis cursos; como también utilizo Robinson Crusoe, de Defoe, en ambos casos para mostrarle a mis alumnos que no hay que ser graduado en economía para utilizar de manera precisa los principios económicos básicos. En el primero de los casos el mérito pertenece a Giovachinno Forzano, autor del libreto.
Última, pero bien importante. Albert Otto Hirschman, un gran economista alemán, solía decir que “hacemos cosas porque subestimamos los costos”. Luego de analizar qué había ocurrido con una docena de emprendimientos, dedicados a la producción de bienes diversos, en diferentes países, él pensaba en los desafíos de todo tipo que tiene que enfrentar una nueva empresa; pero el mismo principio resulta relevante, particularmente en un país tan incierto como el nuestro, cuando se piensa en una familia, un gobierno, o una función de ópera. Por lo cual, cada vez que a las 5 de la tarde de algunos domingos se levanta el telón y comienza una nueva función de ópera, sin subestimar en modo algunos los esfuerzos que hubo que realizar, y los desafíos que hubo que enfrentar, para que “el milagro” se lleve a cabo, vuelvo a creer en la existencia de Dios.
* Titular de DEPABLOCONSULT, profesor en la UDESA y en la UCEMA. Miembro titular de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.
Artículo publicado originalmente en la edición 139 de la Revista Teatro Colón.
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