Con vocación modernista
El Día de la Música es una oportunidad inmejorable para rescatar la trayectoria de Juan José Castro, figura insoslayable de la cultura argentina del siglo XX.
Por Omar García Brunelli *
#Artistas
El tiempo es benévolo con la obra de Juan José Castro. Sus composiciones se nos presentan cada vez más llamativas y lo ubican como uno de los compositores argentinos más interesantes del siglo XX. En su abundante catálogo de alrededor de 80 entradas hay muchas obras maestras que deberían volver a escucharse.

Castro director de orquesta. ©Área de Documentación Teatro Colón.
Con una sólida formación musical forjada en nuestro medio, potenciada en 1916 con el Premio Europa, que lo llevó a estudiar en la Schola Cantorum en París, Castro estuvo comprometido con el modernismo de la primera mitad del siglo XX, pero se manifestó independiente de la búsqueda continua de nuevos sistemas de organización de alturas alternativos a la tonalidad como el serialismo o el experimentalismo. No obstante, su propia producción y el impulso que desde su actuación como director le brindó a la música contemporánea, especialmente la difusión de Manuel de Falla, Igor Stravinsky e incluso Alberto Ginastera, nos permiten ubicarlo con comodidad dentro del neoclasicismo, otra de las formas válidas de asumir una estética modernista.
Rechazaba el nacionalismo musical superfluo pero no por eso dejó de lado el folklore y el tango como materiales para sus obras. Dentro de su eclecticismo, se manifestó seguidor de dos fuentes de inspiración: una hispánica y otra criolla. Estas líneas no son excluyentes pues en su catálogo encontramos numerosas composiciones que se abstraen completamente de esos materiales, como por ejemplo el Concierto para piano (1941), y que tampoco recurren al tango u otras músicas populares.

El programa del concierto homenaje que se le brindó en junio de 2018 a 50 años de su muerte en el Salón Dorado del Teatro Colón es un ejemplo de la particular configuración de su obra, desde el abstracto tratamiento de la Toccata, la música española en las Seis canciones de García Lorca, de aire andaluz, o su especial afecto por la cultura gallega en las Dos canciones de Rosalía de Castro, un impensado blues en Negro triste, y lo afrolatinoamericano en Tres cantos negros sobre poemas del uruguayo Ildefonso Pereda Valdés. También se incluyó Tangos para piano, que posiblemente sea su obra más difundida. En ella obtiene parte de su material temático de La cumparsita de Matos Rodríguez y de otros tangos, y le confiere un uso estructural pero también simbólico, por las remisiones al género y al universo de sentido que evoca.
Además de probar el profundo conocimiento que Castro tenía del tango, estas piezas demuestran su indiferencia a las modas, pues el tango no era aún en 1941 un material recomendable para ser introducido en la alta cultura. Recordemos que Ginastera había retirado de catálogo su Sinfonía porteña (1942) que incluía un tango en su segundo movimiento. Al mezclar el modernismo, el estilo neoclásico y el tango, Castro infundió a su música de un vasto horizonte de significaciones. No son tantas las obras en las que Castro ubica al tango como protagonista, apenas cinco, pero eso ha bastado para que Alberto Ginastera le dedicara en 1944 un número de sus Doce preludios americanos Op. 12, titulado “Homenaje a Juan José Castro”, indicado en “tempo di tango”.

Tomás Ballicora y Eugenia Fuente en el homenaje a Castro de 2018 en el Salón Dorado.
En las óperas también se reflejó la dualidad de las predilecciones de Castro entre España y Argentina. Él mismo asignaba a La zapatera prodigiosa (1943) su veta hispana y a Proserpina y el extranjero lo argentino. Pero fue tal vez Proserpina…, cuya acción se desarrolla tanto en el campo argentino como en los arrabales de Buenos Aires, la obra que mejor cristalizó algunos de sus objetivos. Finalizada en 1951, la presentó al concurso para el Premio Verdi otorgado por el Teatro de La Scala de Milán, y resultó ganadora, con un notorio jurado integrado entre otros por Arthur Honegger y presidido por Stravinsky, entre 138 postulantes internacionales, 90 de ellos italianos.
Fue estrenada en Milán en 1952, con críticas divididas y cierto escándalo por la procedencia sudamericana del ganador. Pero lo más importante es la consideración que el propio Castro tenía de la obra: “Como música pienso que hay en ella lo mejor que yo he escrito hasta ahora. Y un sentido de lo criollo, un acento nuestro, argentino actual, que hasta ahora no habíamos logrado concretar los músicos argentinos (sobre todo de un lenguaje urbano, de la ciudad)”. Efectivamente, además de la utilización de material musical vernáculo, la realización vocal de la ópera logra reproducir cierta cualidad del habla coloquial argentina que confiere naturalidad a la expresión de los personajes.
Castro mantuvo su postura modernista e incluso la redobló en sus últimas obras, que lo muestran en su plenitud creadora. La Suite introspectiva, para orquesta, es una de sus obras más maduras en un lenguaje austero con efectos instrumentales propios de un gran conocedor de la orquesta, bordeando por momentos la atonalidad. Esta y su última obra, el Concierto para violín, son una suerte de testamento de su vocación de modernidad y su calidad artística.

La zapatera prodigiosa. Teatro Colón, 1963. ©Centro de Documentación Teatro Colón.
Compositor, docente y director de orquesta
Nacido en 1895, tras estudiar en la Argentina, Castro se formó en la Schola Cantorum en la época de Vincent D’Indy. De esa estancia en París, entre 1920 y 1925, datan los primeros premios de composición que obtuvo en los concursos de la Asociación del Profesorado Orquestal.
Su compromiso en el campo musical comenzó antes de su viaje a Europa, cuando participaba en el Cuarteto de la Sociedad Argentina de Música de Cámara. Se multiplicó a su regreso cuando lo encontramos como miembro de la Sociedad del Cuarteto; fundador en 1926 de la Orquesta de Cámara Renacimiento -con la que comenzó una extensa carrera como director de orquesta-; fundador en 1929 del notorio Grupo Renovación y Director de la Orquesta Filarmónica. En 1933 fue brevemente Director artístico del Teatro Colón, año en el que además obtuvo la Beca Guggenheim, por la que residió en Estados Unidos durante ocho meses. Entre 1939 y 1943 se desempeñó como profesor en el Conservatorio Nacional de Música, del que fue desvinculado al firmar un manifiesto antifascista de reafirmación democrática. Continuó su actividad destacándose su desempeño en los ciclos de conciertos de la Asociación Filarmónica de Buenos Aires.
En 1945 la Academia Nacional de Bellas Artes lo incorporó como Miembro de número, pese a no ser considerado una figura grata para el gobierno. Su indoblegable posición política afín al liberalismo progresista y el socialismo democrático lo ubicó siempre entre la intelectualidad cosmopolita y modernizante, y lo enfrentó más adelante al peronismo. Esta posición se hizo insostenible hacia 1948, coincidentemente con el estreno de su Cantata Martín Fierro en la que expresa una visión trágica del personaje icónico de la argentinidad, que se oponía a la versión hegemónica del nacionalismo oficial. Decidió entonces emprender un exilio voluntario, dirigiéndose a Montevideo donde fue designado Director Titular de la Orquesta Sinfónica del SODRE.
Continuó una prolífica carrera internacional en la dirección orquestal, que lo condujo a la designación como Director de la Victoria Symphony Orchestra de Melbourne en 1952. Regresó al país en 1955 y en 1956 asumió el ciclo de la Sinfónica Nacional como director estable del Teatro Colón. A partir de 1959 se desempeñó paralelamente como Decano de estudios del Conservatorio de Puerto Rico, por invitación de Pau Casals. Fue considerado un gran director de orquesta y sus conciertos se extendieron por América Latina, Estados Unidos y toda Europa y compartió programas con famosos solistas como Arthur Rubinstein, Jascha Heifetz y Pau Casals.
(*) El autor es miembro del Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”.
Artículo publicado originalmente en la edición 134 de la Revista Teatro Colón.
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