El credo del artista febril
Amado por el público y cuestionado por la elite, Giacomo Puccini compuso con la narrativa y la emoción como prioridades.
Por Diego Fischerman
#Ópera
Alfred Hitchcock lo sabía. El suspenso tiene mucho más que ver con la anticipación que con la sorpresa. No se trata de sobresalto sino de miedo. Y no puede haber temor a lo que no ha sido de alguna manera anunciado. No hay narración sin suspenso, como lo explicita Sheherazade. Y no hay suspenso sin atisbos de lo que vendrá. El cine hizo suya esa verdad. Pero es en la ópera donde se plasmó. Y fue Giacomo Puccini quien la entendió de manera cabal y la convirtió en una de sus marcas de fábrica.

Bastan dos ejemplos. El acorde que cierra el primer acto de Tosca nada tiene que ver con lo ya transcurrido. Es el anuncio, ominoso, de lo que aún no ha sucedido. Es el equivalente sonoro más perfecto de la famosa frase de Sheherazade. “Si quieres saber…”. Pero, tal vez, el caso más acabado –más cinematográfico– sea el tema de Mimì, en La bohème.
Se juega allí, como en la música del cine, con la cultura de masas; con lo que el espectador ya sabe.
Se cuenta con que ese tema –lírico, de una amplitud melódica extraordinaria y, sobre todo, de apelación inmediata– será identificado como un “tema de amor”. Y la confianza en ese valor simbólico es tal que Puccini se permite introducirlo mucho antes que la escena amatoria e, incluso, que la aparición del personaje femenino. Ese tema musical, además, marca un contraste inevitable con el contexto en el que aparece por primera vez: el diálogo agitado, algo cínico, al borde del humor, de los amigos en la buhardilla.
Nada de lo que pasa tiene que ver con esa melodía que surge en el preciso momento en que Rodolfo anuncia que no irá a la feria. Nadie, entre quienes pudieron haber asistido a las primeras funciones de esa ópera en 1896, podía saber que poco después Mimì golpearía la puerta ni mucho menos las implicancias posteriores de ese encuentro casi fortuito. Pero la música indicaba, sin lugar a dudas, que el retraimiento del poeta acabaría teniendo consecuencias.

La bohème, un clásico de Puccini. Teatro Colón, 2018. @Máximo Parpagnoli.
La sabiduría teatral de Puccini, en todo caso, más allá de alguna crítica a la truculencia y el efectismo de trazo grueso, nunca fue puesta demasiado en duda. Su música, igualmente sabia, no tuvo la misma suerte. El público la amó y, en particular, a su cuarteto nuclear de óperas estrenadas entre 1893 y 1904: Manon Lescaut, La bohème, Tosca y Madama Butterfly.
La intelligentsia desconfió. Nada tan popular podía ser del todo bueno.
Y es que la música clásica establecía su sistema de valor alrededor de la idea de complejidad y, puntualmente, en una de sus virtudes asociadas: la dificultad. Esta enaltecía no solo a la obra sino a quienes eran capaces de desentrañarla. El público capaz de “entender” obras “difíciles” se colocaba a sí mismo en un plano de superioridad espiritual. Por el contrario, aquella música que podía gustarle a todos –o por lo menos a muchos– era indudablemente “fácil”. Y, sobre todo, no servía para establecer barreras de clase.
Tiempos modernos
Las nociones que la idea de música clásica presupone, además de la de su valor superior al de cualquier otra música, son inocultablemente de clase. Lo clásico es lo que trasciende las épocas y las modas y su utilización como criterio de valor no resulta inocente en una época en que el peor enemigo de la aristocracia y de los antiguos burgueses, es decir, quienes pujaban con ellos por la propiedad de los medios de producción, eran los nuevos ricos. Los advenedizos, los dueños de las nuevas fortunas, pueden aprender. Son capaces de seguir las modas. Pero siempre se les notará que los gustos no les vienen de cuna. Que no trascienden las épocas. Que no son “clásicos”. Y el caso Puccini significó ni más ni menos que la primera fractura entre la burguesía (“los clásicos”) y quienes habían sido sus guías e intérpretes desde que la música escrita salió de las cortes: los críticos.

Los burgueses gustaban de Puccini y, en alguna medida, festejaban la posibilidad de gustar de algo “fácil” que conservara, no obstante, el prestigio de lo clásico. Pero los críticos no estaban dispuestos a otorgarle ese salvoconducto.
Puccini, nacido en 1858, era contemporáneo de Gustav Mahler (1860) y Richard Strauss (1864). Allí sí había trascendencia. Y además ninguno de ellos exhibía como el italiano el gusto por los placeres mundanos, incluyendo los autos veloces y las novedosas lanchas a motor. En todo caso, esa era otra de las contradicciones del siglo que nacía.
Puccini era criticado como reaccionario por quienes rechazaban los valores del progreso. En esa falsa dicotomía entre reacción y progreso, para tomar los polos opuestos señalados en un famoso ensayo sobre música del filósofo Theodor Adorno, Puccini acabó siendo visto como la némesis de un autor 16 años menor pero cuyas primeras grandes obras fueron creadas en los mismos años que sus últimas óperas.

El Cuarteto de cuerdas Nº 2 de Schönberg fue terminado en 1908 y sus Tres piezas para piano Op.11 en 1909, y cualquier comparación estilística con La fanciulla del West (de 1910) resultaría altamente desfavorable para el italiano, en términos de modernidad. Sin embargo, esa ópera en la que, a pesar de todo, se filtra un uso sumamente original de los usos de la armonía que Schönberg clausuraba, muestra a Puccini como un compositor de su época. Y, además, como alguien que no desdeñaba los aportes de Schönberg –o de Claude Debussy– si funcionaban narrativamente.
Demás está decirlo, ese pragmatismo “utilitario”, ese eclecticismo y la idea –cinematográfica, qué duda cabe– de contar con sonidos acabó siendo, posmodernismo mediante, mucho más cercana a los tiempos modernos que las técnicas dodecafónicas de composición cuya incidencia en la supremacía musical alemana Schönberg diagnosticó de manera errónea. Y, de paso, si se trata de cine, resulta difícil no ver en Il Trittico el anticipo de los tres grandes géneros de la filmografía italiana: el neorrealismo en Il tabarro, el melodrama en Suor Angelica y la comedia negra en Gianni Schicchi.

Turandot, la ópera póstuma de Puccini. Teatro Colón, 2019. @Máximo Parpagnoli.
En la necrológica publicada por The Times el 30 de noviembre de 1924 –el día posterior a su muerte– se aseguraba que Puccini no ocuparía un lugar entre los grandes artistas de su época y Adorno, en su ensayo Música y cultura de masas, lo relegaba a la categoría de música de fondo. Pero las críticas más dañinas habían sido las de los propios italianos “cultos”, imbuidos de la necesidad de diferenciarse de eso que tanto gustaba a los “incultos” (por más burgueses que fueran).
Fausto Torrefranca, por ejemplo, publicó en 1912 una diatriba titulada “Puccini e l’opera internazionale”, con todos los rasgos del fascismo por venir: acusaba a Puccini de “internacionalista”, “decadente” y, para peor, “afeminado”.
Fue Schönberg, inesperadamente, uno de los primeros en reconocer no solo el mérito sino el modernismo de Puccini, incluyéndolo en la prestigiosa genealogía de la aceptación de las disonancias. En la conferencia “Composición con doce sonidos”, que dictó en la Universidad de Los Ángeles el 26 de marzo de 1941, dijo: “Puccini eliminó gradualmente las dificultades de comprensión y admitió la emancipación de las disonancias más remotas de Wagner, Strauss, Mussorgsky, Debussy, Mahler, Reger”.
El lenguaje con el que Puccini hablaba de sí mismo –y de los demás– era, obviamente, distinto. Definió la partitura de La mujer sin sombra, de Strauss, como “logaritmos” y su credo artístico, por lo menos el expresado en voz alta, era el de la emoción romántica. “Sin fiebre no hay creación”, escribía en la época de la composición de Madama Butterfly.
“El arte emocional reclama una clase de enfermedad, un estado mental anormal, acompañado por una sobreexcitación de cada fibra, de cada átomo del propio ser”. Si los logaritmos estaban, el secreto era que no se notaran. Que todo pareciera dictado –solamente– por la emoción. Y que la música –esa desolada orquestación del primer acto de Turandot, finalmente tan schönbergiana– hablara por sí misma.
Artículo publicado originalmente en la edición 135 de la Revista Teatro Colón.
#Ballet
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