Melodías del goce

El psicoanalista y melómano Isidoro Vegh no duda en utilizar los términos “placer” y “felicidad” para describir su relación con la música y el Teatro Colón.

Por Javiera Gutiérrez

Fotos: Marilina Calós

#EnPrimeraPersona

 

El prestigioso psicoanalista Isidoro Vegh ya asistía al Paraíso del Colón cuando comenzó a atender pacientes en la guardia de un hospital, y era habitué cuando, durante los años setenta, fue uno de los fundadores de la Escuela Freudiana de la Argentina. El autor de Estructura y transferencia en la serie de las neurosis y El abanico de los goces desde hace más de veinte años posee un abono de ópera.

Melodías del goce

¿A qué considerás que atañe la conexión con la música?
Mi conexión con la música, con la experiencia de asistir desde hace tantos años al Colón, antes que nada me significa un goce. Para mí la música, en este caso la ópera, se presenta en un conjunto, pero principalmente lo que me atrae de la ópera es la voz humana. Esto me viene desde un lugar inesperado: más allá de las canciones de cuna de mi mamá, mi padre venía de familia religiosa judía y, si bien él cortó con esa ortodoxia, le gustaba escuchar el canto religioso judaico. Era tradicionalista e iba a las fiestas del Día del Perdón, el año nuevo, la pascua judía. Acostumbraba a ir a un templo que quedaba en la calle Paso donde estaba el hassan, el oficiante, con cantos al modo operístico: había coro, tenor, los agudos los hacían los chicos y era maravilloso.

También desde muy pequeño me producía una enorme felicidad verlo a mi padre a la mañana, en su pequeña fábrica de billeteras, escuchando ópera: Beniamino Gigli, el gran Enrico Caruso, lo máximo de lo tradicional y muchos otros. A él yo le veía la cara de felicidad, y de muy pequeño empecé a sentirle el gusto a la ópera.

Cuando por fin pude ir al Colón a disfrutar de eso, la sensación fue la de estar en un lugar paradisíaco, fue una felicidad enorme. Después, cuando era un joven estudiante de Medicina, iba con mis compañeros al Paraíso, que salía dos “mangos”. Era un momento muy feliz. Algunas veces, en épocas lejanas, me di el gusto de ahorrar y pagar una entrada; por ejemplo, tuve la oportunidad de ver a Rudolf Nureyev y Margot Fonteyn, u otra oportunidad que me di el gusto de invitar al que era mi profesor de filosofía a escuchar a Birgit Nilsson en Tristán e Isolda.

Melodías del goce

¿Por qué te parece que la ópera y los teatros de ópera como el Colón, que son de un mundo que de alguna manera ya no existe, conservan su vigencia?
Cómo conjugar el pasado con lo actual es un tema que vale para distintos ámbitos. En el mío, el psicoanálisis, es un elemento esencial. Lo mejor que muestra la historia del arte es que se puede tomar ciertos elementos y recrearlos en el tiempo presente. En el psicoanálisis a eso lo llamamos “fórmulas recursivas”, y es así como trabajamos los psicoanalistas: los pacientes no cuentan historias de su papá y su mamá porque uno les indica. A medida que avanza el análisis, eso del pasado reaparece, pero reaparece porque sigue siendo actual. Por ejemplo, si decimos que El Quijote de la Mancha o Hamlet son clásicos es porque a pesar de haber sido escritos en otro tiempo siguen conmoviéndonos, implicándonos.

El Quijote o Hamlet son textos clásicos, pero en el caso de la ópera hay algo más que la palabra.
En la ópera, aun si fuera en castellano, la palabra se deforma porque está en función de la música. En términos generales, los psicoanalistas decimos que la voz es el medio de transporte del significante, de la palabra. En el caso de la música, yo digo que es la sublimación de la voz, ahí la palabra queda al servicio de la música, o ambos se interpenetran de un modo tal que entre la música y el texto se crea un nuevo significante.

Melodías del goce

En una función, esa plenitud de sonido y significante está precedida y finaliza con dos silencios: el del momento en que el director levanta la batuta y el instante antes del aplauso final. ¿Cómo los vivís?
Son dos momentos muy especiales. En ese inicio al unísono que es casi milimétrico se expresa la alegría del ensayo, el trabajo y la compenetración entre la orquesta y el director. Y el final, cuando ese silencio marca el fin del encantamiento –pero uno está bajo ese efecto de lo que le llegó de la música–, es un chispazo: uno de pronto se encuentra con que “terminó”, pero lo que siente es: “ahora estoy con esto, con este efecto de lo que pasó. Soy ese efecto”.

Extracto del artículo publicado originalmente en la edición 134 de la Revista Teatro Colón.

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