Ocurrió en el paraíso
En lo más alto de la sala, el paraíso del Teatro Colón congrega a un público diverso en el que se mezclan historias y personajes con un denominador común: la pasión por la música.
Por Margarita Pollini
#HistoriasDelTeatroColon
Allí donde los ojos abarcan toda la herradura de la sala y el sonido adquiere otras dimensiones, hay un mundo de 78 butacas y lugar para más de 300 espectadores de pie. En el paraíso del Colón, a una distancia con la cúpula que alimenta la fantasía de poder alcanzar con la mano las figuras de Raúl Soldi, el público está menos visible para el resto de los concurrentes y, en esa suerte de anonimato, se cocina un ambiente particular que con el tiempo fue construyendo su leyenda.

Foto: Margarita Pollini
“A los espectadores del paraíso no hemos destinado un foyer especial, porque en los intervalos estos no abandonan su puesto tan fácilmente como los de las otras reparticiones; pero ellos tendrán un servicio especial de café, colocado pocos escalones más abajo del paraíso”, escribió en 1892 Vittorio Meano en su libro El nuevo Teatro Colón. El arquitecto, responsable de la continuidad del proyecto luego de la muerte de Francesco Tamburini, parecía conocer perfectamente al público que habría de poblar la más alta –y también la más económica– de las ubicaciones del futuro Colón, no solo en su defensa del territorio ganado a fuerza de largas colas y de rápidos ascensos por los más de 150 peldaños.
En este ámbito el roce social y el intercambio de opiniones no suelen darse en salones y foyers, sino dentro del mismo paraíso, o en esas filas frente a la puerta de la calle Tucumán, que son casi su antesala.

Foto: Arnaldo Colombaroli
Sin duda el arquitecto no imaginaba que desde las altas penumbras, unos años más tarde, durante un acto de festejo por el 25 aniversario del advenimiento al trono de Vittorio Emanuele III de Italia, surgiría el grito de “Assesino!”, dado por un joven de 24 años, cuya voz irrumpió como un trueno en presencia del embajador Luigi Aldrovandi Marescotti y el presidente Marcelo Torcuato de Alvear, entre otras personalidades. El joven anarquista italiano era Severino Di Giovanni y la protesta antifascista incluyó una lluvia de panfletos, gritos y la posterior represión al grupo de activistas.
Claudio Benzecry, miembro de una familia que incluye a dos nombres insignes de la música argentina (Mario, su padre, director, y Esteban, su hermano, compositor), llevó al plano del estudio sociológico el amor por la ópera y centró su investigación de varios años en Buenos Aires, la ciudad que, a su juicio, “es un caso de apego a la ópera más puro que cualquier otro”. El fruto de este trabajo fue un libro imprescindible: El fanático de la ópera. Etnografía de una obsesión.

Foto: Arnaldo Colombaroli
“Lo que más me llamó la atención –sostiene Benzecry sobre el público del paraíso– es la capacidad de la gente para ocupar espacios, sobre todo porque uno lo piensa desde ese modelo en el que la ópera era una forma de construir sujetos modernos, buenos ciudadanos, que se portaran como la gente bien. [En el paraíso] había gente que se colgaba de algo que a la vez sostiene el paso en una escalera, otros gritando, llorando, escondidos de la parte visual y sentados en el piso para escuchar la música”.
”Todos estaban en comunión y a la vez les encantaba estar solos en un lugar donde estaban acompañados”.
Marcelo Lombardero tiene una vida entera ligada a la ópera y al Colón: espectador, coreuta, cantante solista, director de escena, ex director del Teatro y de la Ópera de Cámara. Frecuentó el paraíso lo suficiente como para conocer su paisaje humano y ante la pregunta sobre si existe un “público de paraíso”, responde: “Existió. Era una mezcla extraña. Para muchos fue la puerta de entrada por el precio de las localidades, muchos amantes del teatro lírico arrancaron siendo loggionistas.[1] También son muy importantes los estudiantes de música, los entendidos, que están a los costados con una luz tenue o la linterna, siguiendo las partituras”.
“Es un lugar de mucha pasión: las clases populares, la gente que ama el género de verdad, los excesos, los abucheos… todo eso forma parte del folklore de la ópera; en ningún otro espectáculo sucede eso ya. El público de ópera se siente receptor de una sapiencia muy particular, se siente fanatizado, y es el que mantiene vivo el género. El paraíso, espero, es el resabio de la gente que va pasionalmente a escuchar esto, el que va ahí es porque tiene la necesidad de hacerlo y no tiene otra posibilidad”.

Foto: Margarita Pollini
Por su parte, Víctor Fernández, creador del sitio de actualidad musical Avanti a Lui, comenzó a ir al paraíso en 1978 y afirma que el ambiente en ese lugar al que despectivamente se denominó “gallinero” era “una versión social de la Torre de Babel, ahí confluían ricos y humildes, muy instruidos y no tanto, jóvenes y mucho menos. Había un respeto mayúsculo por el prójimo, el silencio en las funciones era aterrador, el respeto por la ubicación conseguida por el que primero llegaba era incuestionable, el asesoramiento de los mayores ante las preguntas de los más jóvenes era uno de los placeres mayores de sus habitantes. Muchos veíamos casi todas las funciones de un mismo título, y la comparación entre ellas y las de temporadas anteriores era un ritual inquebrantable durante los intervalos”.
Devotos y memoriosos
Boris Laures, periodista y director de escena, describe el clima vivido en el paraíso como “extremadamente poético, de mucha reflexión, individualista y al mismo tiempo familiar, con muchas solas en los rincones, señores casi dormiditos escuchando en los bancos, y los que suben corriendo, dejan un echarpe y se hacen dueños del lugar”. Sin embargo, esta fidelidad ritual no implica de manera necesaria que fuese el lugar de los conocedores. Para Laures, los habitués del paraíso “solo hablan de lo que vieron. Por ahí algunos son más detallistas del sonido”. Para Fernández, “el conocimiento de la mayoría siempre fue de aficionado, de entusiasta, de fanático; podían criticar el desempeño de un cantante o director comparado con otro, pero muy difícilmente el ajuste o no a la partitura. Más que el lugar de los conocedores, el paraíso es el lugar de los devotos”.
Hasta hace muy poco, el paraíso, el único ámbito en el que hombres y mujeres comparten el espacio de pie (ya que la cazuela y la tertulia de pie estaban reservadas solo a mujeres y hombres, respectivamente), fue propicio para el surgimiento de amistades perdurables, romances más o menos duraderos, aventuras más o menos efímeras y grupos como “la barra del paraíso”, a la que pertenecía Donato Decina, creador de un blog y programa de radio cuyo título lo dice todo: Del paraíso para usted.

Foto: Margarita Pollini
A través de retratos entrañables en su libro Historias del Paraíso… y de la platea también. Personajes del público del Teatro Colón, el crítico y escritor José Luis Sáenz se ocupó de esos devotos infaltables. Tal vez el más famoso de los pobladores del “gallinero” fuera Feldman (conocido así, a secas), quien asistió a esa ubicación de pie “hasta el último momento de su vida. Jamás faltó. Y el día en que no se lo vio más, tuvimos la certeza de que estaba muerto”, escribe Sáenz.
“Canoso, de nariz aguileña, un ojo azul y el otro con una nube, de aspecto desaliñado, ropa muy vieja, sucia, rozada y arrugada, corbata que apuntaba para cualquier lado, y siempre sus nudosas manos llenas de discos, invariablemente envueltos en papel de diario. […] Preludiaba sus críticas sobre algún cantante lanzando un quejoso ‘¡Ay ay ay ay ay!’, mientras se golpeaba la frente. […] Envejeció solo en la puerta de Cerrito, firme aunque lloviese, con sus discos envueltos en papel de diario, sus ‘¡ay ay ay ay ay! ’, sus críticas y su desaliño”, describe Sáenz.
Lombardero agrega impresiones a la estampa de Feldman (“detestaba a los artistas argentinos y amaba a los extranjeros. Tenía una frase: ‘Coro, mal necesario’”), y Fernández, algunos otros datos: “Había llegado en el ‘29, vaya uno a saber de dónde, mandó a su señora a la pensión donde iban a vivir y se fue directamente al Colón; desde ese día solo faltó por un viaje. Recitaba elencos completos con una memoria prodigiosa”.

Foto: Margarita Pollini
Fernández y Decina traen a la memoria a otros habitués: el apodado “El Maestro”, que “anotaba con la meticulosidad de un escribano el horario de comienzo y fin de cada acto de cada ópera, los cambios de elenco y otras incidencias de cada función”; o Arquímedes Cedro, que en el ‘47, según relata Decina, iba a cierta cantina de La Boca porque ya sabía que Beniamino Gigli iría a cenar y a brindar un pequeño concierto informal después de sus funciones en el Colón. Y tantos más…
Estoicos, apasionados y exigentes son los habitantes del paraíso del Colón, que hicieron y hacen de este lugar físico un lugar simbólico desde hace 110 años. El lugar desde donde surgieron abucheos y ovaciones memorables, y en el que palpita un amor intenso y visceral que solo responde a sí mismo. Un amor que, como diría Dante Alighieri en el verso final de su Paradiso, es el que mueve al sol y a las demás estrellas.

Foto: Arnaldo Colombaroli
Acústica: la “justicia divina”
Gustavo Basso, músico y especialista en acústica, es una de las voces más autorizadas sobre la materia en nuestro país, y, junto al ingeniero Rafael Sánchez Quintana, trabajó en el cuidado de la acústica de la sala del Colón antes, durante y después de su puesta en valor y actualización tecnológica, en la segunda mitad de la década del 2000. Mucho antes, Basso fue un habitué del paraíso durante su adolescencia: “Decíamos que había algo de justicia divina en el hecho de que las ubicaciones más baratas fueran las mejores para escuchar”.
Consultado sobre si es el paraíso el lugar desde el que mejor se percibe el sonido, responde: “En los teatros italianos en herradura, como el Colón, la calidad del sonido aumenta a medida que se asciende en los niveles. El paraíso es el que tiene mejor acústica en casi todos, por varias causas. La primera es que en un teatro de ópera tradicional existen solo dos superficies planas de grandes dimensiones: el piso del escenario y el cielorraso. Esos planos son acústicamente muy importantes, porque reflejan el sonido en todas las frecuencias sin distorsionarlo, desde las notas más graves hasta las más agudas. Ninguna de estas dos superficies actúa en la platea. A medida que ascendemos en los niveles, el piso del escenario comienza a generar reflexiones de calidad y las reflexiones del cielorraso empiezan a volverse audibles. En el paraíso ambos efectos se suman en su máxima intensidad”.
Extracto del artículo publicado originalmente en la edición 134 de la Revista Teatro Colón.
[1] El loggione es el equivalente al paraíso en los teatros italianos.
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