Sin lugar para un final feliz

El compositor ruso Sergei Prokofiev escribió el ballet Romeo y Julieta por encargo del Estado Soviético que marcó su vida, su carrera y también su muerte.

Por Diego Fischerman

#Ballet

 

Un cuarteto de cuerdas, el Borodin, toca, a las apuradas, un Adagio junto a un féretro. Y es llevado, inmediatamente, a otro funeral, en el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, donde permanecerá tres días, tocando en un terrorífico sinfín, y esta vez completo, el Cuarteto Nº 2 de Piotr Ilich Tchaikovsky. El 5 de marzo de 1953, en un departamento comunal de Moscú, Sergei Prokofiev había muerto de un paro cardíaco. En una dacha situada en las afueras de esa misma ciudad, 50 minutos después, un derrame cerebral causaba la muerte de Iosif Stalin.

A pocas cuadras de distancia, los dos eran velados al mismo tiempo.

Sergei Prokofiev

Sergei Prokofiev

La noticia de la muerte del compositor llegó al Comité para la Seguridad del Estado (Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti, más conocido por sus iniciales: KGB) poco después de las 8 de la noche. Una hora más tarde, la muerte del bueno de Iosif Vissariónovich, aquel que se hacía llamar Koba, postergó para siempre la discusión acerca de si Prokofiev merecía los honores del Gran Compositor Soviético Fallecido o si su funeral tendría el tono grisáceo con el que el Estado acostumbraba ocultar a medias todo aquello que no coincidiera exactamente con sus deseos. Un movimiento de un cuarteto de Tchaikovsky (que a Prokofiev no le gustaba) para el músico y la obra completa, repetida interminablemente, para el Presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviética, zanjó definitivamente la cuestión.

Un dramaturgo no podría haber imaginado un cierre mejor para la historia de aquellas dos vidas que esa coincidencia en la muerte. La de uno de ellos, el político, había signado la del otro.

Y es que el músico, futurista antes del futurismo, brutalista en los albores del brutalismo y capaz de lograr, posiblemente, el único estilo de la música de tradición académica del siglo XX que unió modernismo con popularidad, fue, también, el único que habiéndose ido tempranamente de Rusia decidió volver a ella en el peor momento –poco antes de que comenzara la Gran Purga, con los asesinatos de Grigori Zinóviev y Lev Kámenev– abandonando una carrera destacada en el llamado Occidente y, por añadidura, a su primera mujer, la cantante española Lina Llubera. Los motivos del compositor nunca fueron del todo claros y tal vez se expliquen en la lapidaria opinión de Igor Stravinsky: “Quería ser famoso y no había tenido éxito ni en los Estados Unidos ni en Europa. Era un ingenuo en el plano político”.

Las razones del Estado Soviético eran más evidentes. Necesitaban una estrella. Y el pacto se selló con el encargo de un ballet para el Kirov: Romeo y Julieta.

Romeo and Juliet

Las condiciones para la composición de la obra fueron ideales. En 1936, Prokofiev tocó en el piano los tres primeros actos para un pequeño grupo de intelectuales entre quienes estaba uno de los máximos especialistas rusos en la obra de William Shakespeare, Sergei Dinamov. En ese entonces, el final de Romeo y Julieta todavía era feliz. De acuerdo con los ideales optimistas del Realismo Socialista pero, sobre todo, de la Ciencia Cristiana a la cual adhería el compositor y que aseguraba que la muerte no existía, en el libreto de Adrian Piotrovsky el joven Capuleto era advertido por Fray Lorenzo sobre la falsedad del veneno, Julieta comenzaba a respirar y ambos danzaban en el final. “Los muertos no bailan”, fue la prosaica explicación del compositor. El Bolshoi, conducido por Vladimir Mutnikh, programó el estreno para la temporada 1936-37. Pero el final feliz duró poco.

Platon Kerzhentsev, director del recién creado Comité de Asuntos Artísticos, tomó el control del Kirov, el estreno de Romeo y Julieta fue postergado y Mutnikh fue arrestado, como parte de la Gran Purga, junto con casi un millón de personas, de las que más de 600.000 fueron ejecutadas. Entre ellas estaban Piotrovsky, el libretista, y Dinamov, el especialista que había “autorizado” el cambio en el final. El estreno en el Kirov tuvo lugar, finalmente, tres años más tarde que lo previsto y después de haberlo presentado en Brno, en la entonces Checoslovaquia, en 1938, y tras la elaboración de dos suites sinfónicas a partir de sus números. La orquestación había cambiado, se habían agregado divisi en los violines y nuevos instrumentos. Pero, sobre todo, esta vez Romeo y Julieta morían.

Romeo and Juliet

“En las últimas décadas el arte occidental ha empobrecido extraordinariamente el lenguaje musical y lo ha desprovisto de sencillez, de comprensibilidad y de armonía... La presencia del formalismo en mis obras se explica por una deficiente comprensión de lo que nuestro pueblo espera. Trataré de buscar un lenguaje claro, comprensible y cercano al pueblo”, escribió Prokofiev en una famosa carta pública, en 1947.

Un arrepentimiento. O, más precisamente, una nueva prenda de aquel convenio en que, como el soldado de Stravinsky, había entregado su violín al diablo.

Eventualmente, es posible que haya sido el propio Stravinsky, aún más que los agentes que buscaron convencer a Prokofiev de las bondades del Estado Soviético (y de las bondades que el Estado tendría con él), el que lo indujo a uno de los grandes errores de su vida. Y es que el autor de La consagración de la primavera repetía el nombre de Prokofiev cada vez –y eran muchas– que le preguntaban quién era el mejor compositor vivo. Y todos sabían lo que eso quería decir: “El mejor soy yo pero no puedo decirlo; él es un buen segundo”.

Sergei Prokofiev, Dmitri Shostákovich y Aram Kahchaturian.

Sergei Prokofiev, Dmitri Shostákovich y Aram Kahchaturian.

Podría pensarse que para un músico precoz, que a los 9 años había compuesto una ópera llamada El gigante, eso, ser el segundo, resultaba intolerable. Y la Unión Soviética, luego de la caída en desgracia de Dmitri Shostakovich a causa de su Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk, condenada por el periódico Pravda el 28 de enero de 1936, le ofrecía ser el primero.

Uno de los detalles pintorescos de la relación de Prokofiev con el Estado, o más bien del Politburó con su memoria, fueron las numerosas correcciones sufridas por la carta con la que se comunicó oficialmente su muerte. En una de las primeras versiones, del 11 de marzo, se titulaba “Sobre la inmortalización de la Memoria del Gran Activista del Arte Musical Soviético, el Artista del Pueblo y el Compositor Ganador del Premio Stalin S. S. Prokofiev” (las mayúsculas son las originales).

Tres días después la carta había cambiado su encabezamiento por “Sobre la inmortalización del Artista del Pueblo, el Compositor Prokofiev”, ya sin mención ni al Premio Stalin ni al activismo. Más allá del tardío homenaje de la Unión de Compositores, que colocó una placa conmemorativa en 1956 –el mismo año de la invasión soviética a Hungría–, lo de “artista del pueblo” acabó siendo cierto.

Romeo y Julieta, a partir de la desestalinización de Khrushchev, pasó a ser el ballet más programado por el Kirov, por encima incluso de las obras de Tchaikovsky.

Prokofiev en Nueva York, 1918.

Prokofiev en Nueva York, 1918.

Estrenado en el Kirov por Galina Ulanova y Konstantin Sergeyev, con coreografía de Leonid Lavrovsky, el ballet fue filmado en 1955 por Mosfilm, con Ulanova y Sergeyev nuevamente como los trágicos amantes. La película ganó ese año el premio al Mejor Musical y fue nominada a la Palma de Oro en Cannes. El mismo año, Frederick Ashton realizó para el Royal Danish Ballet la que acabaría convirtiéndose en una de las coreografías más famosas de la obra. En 1962 llegó la de John Cranko para el Ballet de Stuttgart y tres años después Sir Kenneth MacMillan estrenó en el Royal Albert Hall de Londres su versión junto con el Royal Ballet, con Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev en los papeles principales.

Sergei Sergeyevich Prokofiev, que había huido de la Revolución en 1918, regresó a ella –o a lo que de ella quedaba– en 1936 con el proyecto de un ballet entre manos. En Estados Unidos lo habían tratado con condescendencia, destacando más la fuerza que el sentimiento –como en una crítica del New York Times que hablaba de sus dedos y de su musculatura “de acero”–. En París, ciudad donde había sido consagrada en 1913 la primavera del siglo musical, el lugar del exiliado ruso con éxito ya estaba ocupado. En la Rusia de todas las Rusias, creyó que hallaría su lugar. Allí escribió mucho de lo que los vanguardistas vieron como poco vanguardista y los populistas como poco popular. En la exacta e improbable intersección entre esas dos categorías, y por la mera fuerza de su obra, Prokofiev tal vez haya encontrado definitivamente su sitio.

Extracto del artículo publicado originalmente en la edición 134 de la Revista Teatro Colón.

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