Un viaje en el tiempo
En ocasión del 110° aniversario de la apertura del edificio del Teatro Colón, tres consagrados diseñadores gráficos argentinos analizaron cómo los programas de mano registran los cambios de la cultura visual argentina.
Por Leticia Pogoriles
#Patrimonio
Imágenes: Centro de Documentación Teatro Colón
El programa de mano de una obra es el vínculo material con esa próxima vivencia cultural. Lo es y lo ha sido a lo largo del tiempo, desde 1908, cuando el actual edificio del Teatro Colón abrió sus puertas por primera vez y levantó su telón con la ópera Aida, de Giuseppe Verdi.

Aida se repuso en varias oportunidades, casi una vez por década, a lo largo de 110 años. Y sus programas de mano están allí, mostrando cada época, revelando la trama social y política y contando otra historia: la de las estéticas gráficas y sus cambios. Tres referentes del diseño gráfico argentino –Laura Varsky, Horacio Wainhaus y Lucas López– prestaron sus ojos entrenados para analizar este relato gráfico desde la cultura visual actual y marcar influencias artísticas, rupturas, cambios tecnológicos, estéticos y publicitarios, y el peso gravitante del devenir histórico que reflejan a través del tiempo los programas de la obra que se repone en 2018.

“Asistimos a un verdadero tratado de la evolución del diseño, con espectrales luces y sombras de acuerdo con sus períodos. Un vasto recorrido estilístico y cultural, en un arco que va desde los comienzos del oficio gráfico, el arte decorativo, el Art Nouveau y la Jugendstil –el art nouveau alemán– hasta los sistemas de grillas, el Think Small y la incipiente publicidad argentina”, resume López, diseñador gráfico y autor de artículos en revistas locales y españolas.

Wainhaus creció en los pasillos del Colón. Su padre era primer violinista de la Orquesta Filarmónica y, mientras ensayaba los sábados, el pequeño jugaba entre decorados que disparaban su imaginación. Hoy, arquitecto, músico, profesor en la Universidad de Buenos Aires, analiza estos programas que “expresan que el Colón fue un organismo público utilizado políticamente durante su historia, en un sentido u otro. Y no tuvo posibilidad de aislarse de los eventos del país. Esta variedad en la concepción de los programas revela ese tire y afloje entre el Teatro como refugio de la clase alta y la intención de popularizar algo difícil de comunicar”.

“Los planteos estéticos se ven en las cubiertas, que marcan el ritmo del paso del tiempo. En general, desde el punto de vista gráfico, están a tono con lo que está pasando obviamente en capitales de lo que podemos llamar ‘la alta cultura’. El modelo primario es París; y el de la ópera, Italia”, agrega Wainhaus.
Para Laura Varsky, diseñadora e ilustradora, los interiores evidencian la sociedad de cada momento, sobre todo en las publicidades en las que se ve el estilo de vida de cada época.
“Con el tiempo, los programas ganan como piezas editoriales y pierden como relato del pasado”.

En el primer programa de Aida, el de 1908, los tres ven la influencia del artista checo Alfons Mucha (1860-1939). “Entre los artistas de ese momento, Mucha, con su impronta, se hizo cargo de su faceta comercial y por eso fue tan copiado. En ese momento se miraba mucho a Europa y eso tiene relación con el background del público del Colón de esos comienzos. El nivel gráfico es alucinante, sobre todo hasta 1949”, dice Varsky, ganadora en 2006 del Grammy Latino por la dirección de arte del disco Café de los Maestros que produjo Gustavo Santaolalla.

Wainhaus bautiza esta estética como “imaginería de Mucha” y la instalación de un “modelo gráfico que no es local”. Y López ve esos primeros programas como “un muestrario de rotulados, viñetas, arte del filete y terminaciones decorativas al servicio de la modernidad de la época. La suntuosidad y los oropeles entre 1918 y 1928 se exponían del modo en que los pensaron Mucha, Lucian Bernhard y Jules Chéret”.

La portada de 1918 tiene, para Wainhaus, un influjo del ilustrador británico, Aubrey Bearsley (1872-1898), y del movimiento literario y artístico conocido como Decadentista. Dos años más tarde, la cubierta de 1920 revela una línea “más clásica y conservadora”.
Si bien el dominio europeo atraviesa las piezas, Varsky habla de la huella local en “el léxico” publicitario de esos primeros años con “muchas pymes de la zona”: la moda de las pieles, polvos para blanquear el rostro, disquerías, viajes a las termas de Cacheuta y un Palace Hotel para “la aristocracia argentina y extranjera”. Además, están destacadas las “familias abonadas” al Teatro, una élite porteña cuyos apellidos hoy son “las calles de Buenos Aires”, apunta Varsky.

Para 1949, la influencia en los interiores de los programas llega desde Hollywood. “Las tapas pierden interés visual porque no localizan la ópera, sino que son institucionales. El énfasis está en el Teatro”, explica Wainhaus. En ese año, sin embargo, aparece un sistema de comunicación más sencillo con grillas, columnas, tipografías mayúscula y minúscula y destacados.
“Es el impacto de movimientos en el diseño con influencias de la escuela Bauhaus y la de posguerra, la escuela de ULM, de Alemania”, agrega.

Entre 1949 y 1966, López no encuentra grandes avances gráficos aunque aparecen rasgos tipográficos y mayor profesionalismo en las pautas y arte publicitario, pero “la tibieza de las portadas exhibe un notorio vacío de contenido visual”. El programa de 1966 marca un quiebre y se vuelve “más austero”, con predominio de fotos sobre ilustraciones. “En esos años hay una locura con eso, pero la reproducción fotográfica deja mucho que desear”, explica Varsky.

La pieza de 1977, en pleno golpe de Estado, tiene un texto “frío, gris y sin sobresaltos” que describe “esos días oscuros”, dice López, quien resalta que, a diferencia del mosaico gráfico de años anteriores, aparece “un intento de uso de retícula –líneas verticales y horizontales que estructuran el contenido y la puesta en página a dos columnas, un sistema popularizado por el suizo Josef Müller- Brokmann.
Varsky registra en este programa “un contexto histórico de austeridad y dureza donde opera una bajada ideológica”, incluso el estilo de la fotografía de los artistas “es lo que ahora se reconoce como un último registro de una persona en esa época”. Y destaca la entrada del “menos es más” y del diseño racionalista.

Con avisos de página entera que facilitan el diseño, en la gráfica de 1983 y con la recuperación de la democracia, irrumpe la fotografía. Se busca, explica Wainhaus, “una intención de marca” y de “identidad” que se expone claramente con una imagen tomada por Aldo Sessa. La “personal” tipografía de 1983, de acuerdo con Varsky, se pierde para 1996, cuando “se estandariza y la portada pierde clima y magia. Si bien la foto es importante, podría ser un edificio señorial de cualquier lugar del mundo. Gana como pieza editorial, pero pierde en interés gráfico”.

López observa también que a partir de 1983 aparecen las agencias de publicidad, la identidad corporativa y el concepto del marketing del big idea en los avisos, “con temáticas y soluciones orientadas a la obra”.
“Se intensifica la grilla tipográfica, un mayor cuidado de las columnas y de la lectura en general, promovido por la adecuada mirada editorial. Surge una marca gráfica que identifica al Teatro y que, en varios casos, cobra más fuerza que la propia ópera”, cierra López.

Varsky agrega que, para los años noventa, si bien la impronta fotográfica es “adelantada”, los primeros programas son más interesantes porque “entendían mejor su lenguaje y había más tiempo para procesar. Los cambios tecnológicos de los últimos 40 años fueron muy veloces y los tiempos de apropiación son otros”. “Objetos con valor simbólico, de memorabilia” o “retazos que completan” la obra, finalmente, los programas de mano –reflexionan los diseñadores– tienen un ineludible carácter “seductor”, instalado también en la propia historia de los espectadores.
Extracto del artículo publicado originalmente en la edición 132 de la Revista Teatro Colón.
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Entre los siglos XIX y XX, mientras se levantaba el actual Teatro Colón, Buenos Aires comenzó a transformarse en una metrópoli a partir de la construcción de los grandes edificios que hoy son emblemas de la ciudad.