Más allá del cuento de hadas

Rusalka, la más célebre creación lírica de Antonín Dvořák, es un exponente formidable de la cultura checa que se ha ganado un lugar en los escenarios líricos del mundo.

Por Claudia Guzmán

#Ópera

 

“Estoy ahora trabajando en una nueva ópera y ya he completado el Primer Acto y espero finalizar la instrumentación este mes. Mi nueva ópera es nuevamente un cuento de hadas, con textos de Jarosl. Kvapil; se llama Rusalka. Estoy lleno de entusiasmo y alegría de que mi trabajo avance tan bien”. Con esas palabras escritas el 12 de junio de 1900 daba a conocer Antonin Dvořák (1841-1904) su nuevo proyecto a Alois Gobl, uno de sus amigos más cercanos.

Más allá del cuento de hadas

La versión de Rusalka presentada en el Teatro Colón en 2017 fue una adaptación de la producción del Teatro de Bellas Artes, México.

Esta labor en la que centró sus energías, entre los meses de abril y noviembre de aquel año, estaba destinada a convertirse en una de las más exitosas creaciones líricas de la historia musical checa. Si su Novena Sinfonía, Del nuevo mundo, llegaría a ser su obra más recordada en el ámbito sinfónico, así también su novena ópera es, de las diez que escribió entre 1870 y 1903, la única que forma parte del repertorio lírico internacional.

Luego del estreno de Cert a Kaca (El diablo y Kate), en 1899, el compositor oriundo de Nelahozeves, un pequeño poblado al norte de Praga, se hallaba en busca de un libreto para su nueva ópera. Fue entonces cuando Jaroslav Kvapil (1868-1950), director escénico y dramaturgo del Teatro Nacional de Praga, le dio a leer un libreto firmado por él para el que aún no había encontrado compositor.

Tomando como base fundamental “Ondina”, cuento del escritor romántico alemán Friedrich de La Motte Fouqué, el autor checo había creado un texto que conjugaba además elementos de “La sirenita”, del danés Hans Christian Andersen, y de “La campana sumergida”, de Gerhardt Hauptmann, gran representante del naturalismo germano.

Deidad del agua

El nombre de la ondina protagonista, Rusalka, derivaba de ruslo, término que en lengua rusa denomina a un canal o a una corriente de agua, refiriéndose a una ninfa de agua dulce.

Más allá del cuento de hadas

Con ancestros literarios como las sirenas de la Odisea de Homero, las referencias a estos seres acuáticos femeninos podían hallarse en cuantiosos relatos de las más diversas regiones de Europa y el mundo pero, sin embargo, Jaroslav Kvapil le deparó a este ser mitológico universal un entorno folklórico checo. Y es que por entonces, en pleno auge nacionalista de una tierra dominada por un decadente Imperio austrohúngaro, tanto los temas referentes a la historia nacional como los cuentos populares eran las dos vías por las cuales se manifestaba el espíritu identitario checo en los escenarios operísticos.

Como referiría más tarde Kvapil: “A pesar de surgir de varios motivos anteriores, y estos no exclusivamente provenientes del ambiente checo, mi cuento de hadas contiene gran parte de la sustancia del folklore checo y, a través de su espíritu y forma, me propuse deliberadamente adherir al ejemplo indomable de nuestra balada, a Erben”.

Puntos de referencia

Karel Jaromír Erben: es en este historiador y poeta compatriota de Kvapil y Dvořák donde puede hallarse el punto referencial de Rusalka y la más estrecha vinculación entre el libretista y el compositor. Era el autor de Kytice z pověstí národních, un conjunto de doce baladas inspiradas en cuentos folklóricos checos, publicadas en 1853, que marcarían el sendero nacionalista para numerosos artistas de esa tierra. El mismo Antonín Dvořák había encontrado inspiración en dichas baladas para cuatro de los cinco poemas sinfónicos que escribiera en los años 1896-1897. De la primera de estas obras orquestales en un movimiento, Vodník (duende o espíritu del agua), surgiría el personaje sobrenatural al cual Rusalka se dirigiría como su hija.

Más allá del cuento de hadas

Así como Kvapil teñiría el cuento con elementos del folklore checo, Dvořák los plasmaría musicalmente utilizando giros melódicos característicos y melodías populares tanto para el encantamiento que realiza la hechicera Jezibaba en el Primer Acto de la ópera como para sendas apariciones del guardabosque y su sobrino, el aprendiz de cocina, en los siguientes dos actos. Más allá de esos guiños telúricos, el músico concibió Rusalka como una obra sin solución de continuidad en el espacio de cada uno de los tres actos que la estructuran.

Si bien éste no era un recurso novedoso en el ámbito de la ópera, Dvořák elaboró con notable maestría la sucesión entre las partes, dando lugar a intermedios orquestales cincelados con exquisito refinamiento.

Mutismo musical

Sin duda alguna, uno de los grandes desafíos al momento de poner en música este cuento de hadas era la gran paradoja de escribir para una protagonista que será muda durante gran parte de la ópera. No era la primera vez que esto sucedía en el ámbito de la lírica y una obra como Masaniello o la muette de Portici, creada por Daniel-François Auber, había ya demostrado en 1828, en París, que una heroína muda que hubiera de recurrir a la mímica podía convertirse en todo un éxito.

Dicha mudez se tornará simbólica de la irreductible posibilidad de comunicación entre dos mundos completamente diferentes: el sobrenatural de Rusalka y el humano del Príncipe. Al serle negada la palabra, le será negado a la ninfa el reconocimiento humano, y he aquí que la imposibilidad de hablar será signo de la imposibilidad de mostrarse apasionada.

Más allá del cuento de hadas

Precisamente la manera en la que su rival, la Princesa Extranjera, seducirá al Príncipe será mediante la palabra. Y si la palabra es aquí equivalente a la acción, Rusalka, la ninfa de las aguas, será la contemplación. Cum templum (raíz latina de contemplari) no se refiere tan sólo al espacio templario sino, fundamentalmente, a mirar con detenimiento un espacio determinado y por ello incluye el prefijo tem, que significa cortar.

Rusalka recorta la realidad humana y se enamora de esa fracción que conoce de aquella: del Príncipe, un ser material pero que posee al mismo tiempo un alma. No sospecha por ello sobre la maldad, la pasión, los celos y las mezquindades que conlleva la vida de un ser humano.

Ella, por su parte, es fluido, no adquiere una forma definida y es por esto que puede rodear y abrazar al Príncipe cada vez que éste se baña en las aguas del bosque de las cuales ella forma parte pero, al mismo tiempo, no puede ser percibida por él: “[…] que así como yo le abrazo me abrace él”. Su gran condena será que ni aun teniendo un cuerpo humano podrá lograr el reconocimiento total del Príncipe: la palabra define a los hombres pero ella no tendrá voz.

Un dato interesante es que, sin embargo, los únicos seres que poseen nombre en la obra serán Rusalka y la hechicera Jezibaba. Sólo ellas dos se mueven entre el mundo natural y el sobrenatural. Ni el espíritu de las aguas, ni sus tres ninfas hermanas, así como ninguno de los personajes humanos tienen un nombre. Se trata de arquetipos.

Más allá del cuento de hadas

Ya el compositor ruso Alexander Dargomyzhski había dado a conocer una ópera titulada Rusalka en 1856, mientras que el alemán Albert Lortzing había estrenado Undine en 1845 pero, si bien Kvapil y Dvořák conocían estas creaciones anteriores, transcendieron el tratamiento romántico del tema para modelarlo desde las bases tanto del naturalismo como, muy especialmente, del simbolismo, movimiento que por entonces impactaba poderosamente entre los intelectuales eslavos, colocando en escena una reflexión ontológica.

La canción de la luna

Si hay un símbolo acuñado particularmente por ese movimiento, es el de la luna. En el astro que rige las aguas, insignia del mundo femenino, sitúa Rusalka sus sueños y esperanzas. Antecedida por el arpa que, con un ondulante motivo, representa su naturaleza acuática y, perfilándose luego en la orquesta el motivo musical que anuncia a la ninfa a lo largo de toda la obra, Rusalka rogará a la luna, en el Primer Acto, que le haga saber de su amor al Príncipe: “Dile, luna plateada, que es mi brazo quien lo estrecha, para que al menos por un instante piense en mí en sus sueños”.

Esa canción a la luna, Měsíčku na nebi hlubokém, despertó ovaciones al ser interpretada por Renée Fleming –reiterada protagonista de la obra en el Met neoyorquino– en los dos últimos recitales que ofreció en el Teatro Colón; se trata de un aria que ha trascendido a la ópera, destacándose en los últimos años como favorita de sopranos y espectadores alrededor del mundo.

Rusalka, en su ausencia de palabras, se vuelve música. Intangible, fluye entre dos mundos, así como la música posibilita la comunicación entre nuestro ser materia y espíritu. Quizá por eso, como a la música que, cual arte temporal, no podemos retener pero que deja su huella indeleble en nosotros, podamos rogar, como el Príncipe a Rusalka: “Sé que sólo eres un encantamiento que se romperá, que se desvanecerá con la bruma, pero mientras nos quede tiempo, quédate, no te vayas, mi cuento de hadas”.

Extracto del artículo publicado originalmente en la edición 130 de la Revista Teatro Colón.

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