Irónica y original
Gioacchino Rossini escribió La italiana en Argel en menos de un mes, se estrenó en 1813 y desde entonces el público la aclama.
Por Diego Fischerman
#Ópera
“He especulado en numerosas oportunidades acerca de la conveniencia de incendiar un teatro italiano en una noche de función, con todos los rossininianos dentro”, reflexionaba Héctor Berlioz en sus Memorias. Más adelante confesaba que no poseía la suficiente furia asesina para hacer tal cosa pero concordaba con el pintor Dominique Ingres en que la música de Rossini era “la obra de un hombre deshonesto”.

La puesta de Filippo Crivelli para La italiana en Argel de 1970.
Los motivos de su aversión eran, además del “fanatismo que él excita en el público frívolo de París”, su “cinismo melódico, su desprecio por la expresión y por la conveniencia dramática, la producción continua de una única fórmula de cadencia, el crescendo eterno y pueril y el brutal Gran Caza (el gigantesco bombo de la orquesta)”.
Gioacchino Rossini, nacido en 1792, se convirtió en el autor de óperas más popular de su época, a lo largo de unos 20 años. Su última ópera, Guillaume Tell, es de 1829. A partir de ese momento, y durante casi cuatro décadas, hasta su muerte en 1868, simplemente se retiró del género que le había dado fama.
Su obra post operística comprende apenas unas pocas obras religiosas e infinidad de composiciones breves para piano, muchas de ellas descriptivas, a la manera de viñetas musicales y con títulos ocasionalmente humorísticos que anticipan en muchos aspectos la acidez de Erik Satie.

La versión de 1970 contó con escenografía y vestuario de Roberto Oswald.
Con una obra maestra indiscutida como El barbero de Sevilla –hasta Berlioz reconocía allí la maestría en la instrumentación–, algunos de los concertantes más bellos y mejor escritos de su período (esos momentos en que los diferentes personajes cantan textos y músicas distintas a la vez) y una facilidad asombrosa para la ornamentación y la explotación del virtuosismo de los cantantes, Rossini sigue siendo, en gran medida, un misterio.
“Podría haber sido un gran compositor si su maestro lo hubiera azotado suficientemente en el trasero”. La invectiva, esta vez, era de Ludwig Van Beethoven. Y es que hasta podría pensarse su Leonore (o Fidelio, como se la bautizó después) como una ópera escrita en contra de Rossini. O, mejor, de una idea de ópera y, sobre todo, del hecho intolerable de que fuera inmensamente popular.
#ArchivoHistorico
Es cierto, había fórmulas. Y Rossini tal vez fuera el fundador de ese arte de ocasión, con libretos casi intercambiables, con efectos fáciles y demagógicos floreos para los cantantes, que la historia acabó identificando como bel canto.
Pero de lo que se trataba era de una puja entre dos concepciones acerca del arte.
O, quizá, entre aquello sobre lo que se edificaría la idea romántica del Arte (con mayúsculas, es claro) y una mirada totalmente nueva –y visionaria– acerca del espectáculo popular, un género capaz de formular sus propias leyes. Un tipo de obra que dialogaría con el Arte, que tomaría cosas de él (y le aportaría elementos también), pero no sería el Arte.

Jennifer Larmore en la versión de La italiana en Argel de 1994.
Berlioz reivindicaba, en contra de Rossini, a Christoph Willibald Gluck y su reforma de la ópera: sus líneas clasicistas, su búsqueda de la expresión dramática sin desvíos ni posibilidad de “show” para los cantantes. Rossini, sin tomarse demasiado trabajo en argumentar más allá de su propia actividad, sencillamente buscaba el mayor éxito posible. Y lo conseguía.
De una precocidad notable –compuso a los 12 años sus encantadoras Sonatas a cuatro partes– y escribió su primera ópera, La cambiale di matrimonio, a los 18. Con varios títulos ya estrenados –entre ellos Il signor Bruschino y La pietra del parangone–, sus primeros grandes triunfos llegaron en 1813 con Tancredi y La italiana en Argel.
“Denme la cuenta de la lavandera y yo le pongo música”, bromeaba Rossini sobre sí mismo.
En rigor, se trataba casi exactamente de lo contrario. Los textos, lejos de no tener trascendencia, eran para él el centro de la cuestión y ya en ese título cómico escrito a los 20 años ponía en práctica su secreto: el comentario irónico y hasta despiadado de las modas, costumbres y hasta las aversiones de su época.

La italiana en Argel de 1994 tuvo la dirección de escena de Pier Luigi Pizzi.
Hay un dato relativo a la composición de su célebre La cenerentola, en 1817, que ilumina con perfección lo que bien podría llamarse “la máquina Rossini”. El compositor puso como condición la omisión de cualquier elemento sobrenatural. El hada quedó convertida en un filósofo y el cuento infantil devino comentario social acerca del ascenso de una nueva clase de advenedizos, los nuevos ricos, y de una cierta clase de nobleza, la de la Cenicienta, que subyacía –y era capaz de imponerse– a la condición económica.
En La italiana en Argel aparece, desde ya, la fascinación –y la extrañeza– ante “el Otro” o “lo Otro”. El mundo árabe, en el que se mezclaba con frecuencia la cultura turca, estaba de moda en la Europa de comienzos del siglo XIX –basta pensar en las marchas de jenízaros compuestas por Mozart y Beethoven–; era el epítome de un exotismo a la vez atrayente y temido. Y, por supuesto, el salvoconducto para telones de escenario y vestuarios llamativos. Pero en La italiana… hay algunos rasgos de originalidad dignos de atención, más allá de que el libreto ya hubiera sido utilizado en otra ópera anterior de Luigi Mosca.

La italiana… en la coproducción del Teatro Colón en 2018 con la Quincena musical de San Sebastián y el Festival San Lorenzo del Escorial de Madrid.
Las figuras tradicionales de la esclava y el salvador aparecen simétricamente invertidas. Aquí se trata de un esclavo, Lindoro, y de una heroína, Isabella, que viaja a Argel para rescatarlo y, de paso, intenta arreglar la vida sentimental de Mustafá, el captor de su amado, y la despechada Elvira.
No se trata de la única inversión. Isabella se vestirá a la usanza turca para convertir a Mustafá, el amo, en su esclavo. Y el bey acabará aceptando que las mujeres italianas no son para él. Pero tal vez la subversión más importante sea la de la estructura narrativa. Se trata, de manera inequívoca, de una opera buffa, en la tradición napolitana de compositores como Giovanni Pasiello o Alessandro Scarlatti. Pero la forma es la de la ópera seria.
Según Rossini, La italiana… fue escrita en 18 días. Otras fuentes hablan de 27 pero, en cualquier caso, en menos de un mes y con tres óperas recién estrenadas en Venecia – L’occasione fa il ladro e Il signor Bruschino en enero, en el Teatro San Mosè, y Tancredi en La Fenice, el 6 de febrero–, el compositor creó su primera gran declaración de principios en el terreno de la comedia con música.
Como solía suceder –y como sucedió más de 100 años después en Broadway–, en la ópera se agregaban o sacaban partes según las necesidades –o los deseos de los cantantes– y secuencias enteras eran aportadas por colaboradores anónimos. En este caso, ni los recitativos ni el aria “Le femmine d’Italia” fueron compuestos por Rossini.

La italiana en Argel 2018, con dirección de escena de Joan Anton Rechi.
La obra se estrenó en el San Benedetto, también en Venecia, el 22 de mayo de 1813. Stendhal, uno de sus admiradores incondicionales, llegó a escribir que “nunca una ciudad había gozado tanto de un espectáculo tan afín a su carácter”.
Las ovaciones y pedidos de bises sorprendieron al propio compositor, que aseguró: “Ahora estoy tranquilo. Los venecianos están más locos que yo”.
La cantante florentina Marietta Marcolini, contralto de coloratura que modeló gran parte del estilo de las arias rossinianas y colaboradora del autor desde L’equivoco stravagante, el tenor Serafino Gentili (como Lindoro) y los bajos Filippo Galli (Mustafà) y Paolo Rosich (Taddeo) fueron los protagonistas.
A las representaciones venecianas le siguieron, en rápida sucesión, los estrenos en Vicenza, Milán y Nápoles (en cada una de ellas el autor introdujo cambios). En Roma subió a escena en 1815 con el título Il naufragio felice. Ese mismo año se representó en Barcelona, en 1819 fue estrenada en el Teatro de su Majestad, en Londres, y en 1826 en el Teatro Coliseo de Buenos Aires.
Una misa para sí mismo
A más de 150 años de la muerte de Rossini, lo cierto es que su largo retiro –más dedicado a las reuniones sociales y a pergeñar platos como los famosos tournedos y los no menos célebres canelones a los que acompaña su apellido– sitúa más bien en dos siglos la distancia con su obra (y su estética).
En 1868 el universo musical ya había cambiado para siempre.
Tres años antes se había estrenado Tristan und Isolde, que Richard Wagner había terminado de escribir en 1859. El romanticismo, que apenas estaba comenzando a cristalizarse como tendencia cuando Rossini abandonó la ópera, en el momento de su muerte estaba ya llegando a su crisis, víctima de sí mismo y de su principio constructivo basado en la acumulación de tensión.
Es posible que el compositor haya decidido que esa época –y esa estética– le era en gran medida ajena. Que ese tipo de entretenimiento que había creado –y que dependía de su facilidad y de su talento– ya no tenía cabida.

La italiana en Argel 2018.
La vigencia de su obra y la admiración de compositores como Giuseppe Verdi u Ottorino Respighi –que le rinde un obvio homenaje en su ballet Boutique Fantasque, basado en piezas para piano de Rossini, y en su adaptación sinfónica, la suite Rossiniana– hablan a las claras de que el romanticismo –y la idea del Gran Arte– estuvieron lejos de clausurar el espacio para –y el gusto por– los entretenimientos y el gran efecto.
Aquellos crescendi que Berlioz despreciaba siguen produciendo en las audiencias cómplices la misma agitación de antaño. Y la exhibición de virtuosismo, aun despreciada por la inteligentzia, continúa poseyendo el mismo magnetismo de siempre.

Y queda, por otra parte, el Rossini misterioso. Aquel que, mientras dirigió el Théâtre-Italien y el Liceo de Bologna, permaneció sin componer óperas durante más tiempo que el que le había llevado construir su fama.
El de sus Pecados de vejez (así bautizó a sus colecciones de piezas para piano, de las que existe una notable versión integral de Paolo Giacometti en fortepiano, registrada por el sello holandés Channel Classics en ocho volúmenes) y el de su tardía Petit Messe Solennelle, escrita por encargo del Conde Alexis Pillet-Will para su mujer Louise, a quien está dedicada.
El hecho de que Rossini accediera al pedido hace pensar que se trataba, más bien, de un pretexto bienvenido y de un deseo propio: escribir una misa para sí mismo.
Hay, por supuesto, una contradicción en su propio título: las meses solennelles (Missa Solemnis) no son pequeñas sino todo lo contrario. La propia naturaleza hogareña de la composición inicial –para doce cantantes, cuatro de ellos solistas, dos pianos y armonio– y la aseveración por parte del autor de que se trataba del “último de mis pecados de vejez” confirmarían esa funcionalidad casi privada.

No obstante, una nueva contradicción acompañaría el destino de la misa. Rossini decidió preparar una versión orquestal, donde incluyó un nuevo movimiento, un aria para soprano sobre el himno “O saluaris ostia”. Pero la vieja interpretación de San Pedro y su “las mujeres en la iglesia callan” hizo que la obra no pudiera estrenarse en un contexto eclesiástico.
La obra se presentó, en su nueva versión, recién tres meses después de la muerte de su autor, en la Salle Ventadour. Como no podía ser de otra manera: en un teatro.
Artículo publicado originalmente en la edición 132 de la Revista Teatro Colón.
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