Filarmónica BA

Concierto 15 | OFBA

Orquesta Filarmónica de Buenos Aires

Concierto 15 | OFBA

Orquesta Filarmónica de Buenos Aires

Sábado 28 de septiembre

Días y horarios + info

Sábado 28 de septiembre
Sala principal

Días y horarios

septiembre

28

sáb

20:00 hs

Abono OFBA

sábado 28/09, 20:00 hs

Abono OFBA

Sala principal

Concierto 15

Director invitado
Wolfgang Wengenroth

Violoncello
Alexander Hülshoff

Orquesta Filarmónica de Buenos Aires

Programa

Robert Schumann
(1810-1856)
Concierto para violoncello en la menor, Op.129
I Nicht zu schnell
II Langsam
III Etwas lebhafter, Sehr lebhaft

Edward Elgar
Sinfonía Nº 2 en mi bemol mayor, Op. 63
I Allegro vivace e nobilmente
II Larghetto
III Rondo
IV Moderato e maestoso

Del mediodía al atardecer del Romanticismo

Por Rodolfo Biscia
En el otoño de 1850, Robert Schumann oscilaba entre la exaltación y la angustia, y el extravío definitivo iba cercando a su razón. Bastaron, sin embargo, dos semanas para que concluyera su Concierto para violoncello. Siguió corrigiendo la obra poco antes de un intento de suicidio, preludio de su internación en el asilo de Endenich, donde murió en 1856.
A esta obra perfecta, que el artista no llegó a escuchar en vida, no la llamó “concierto” sino Konzertstück, “pieza de concierto”. Carece de cadenza y, como un dibujo complejo hecho de un solo trazo, sus tres movimientos se suceden sin pausa y sin que el oído llegue a percibir costura alguna. Su instrumentación tal vez exhiba un carácter algo rutinario y, en 1963, Dimitri Shostakovich se atrevió a re orquestar la composición, pero como su propuesta no se destacó ni por su fidelidad ni por la osadía, no logró imponerse.
En el movimiento inicial, el tempo es más lento que lo habitual al comienzo de un concierto. Del solista se reclama absoluto dominio del contraste entre el registro grave y agudo del instrumento, a la vez que disposición elegíaca para el fraseo. El violoncello emula la fluidez de la voz humana, pero excede con creces su tesitura: la primera frase cubre una octava, dos la siguiente, luego la melodía atraviesa tres octavas. Como la orquesta queda relegada a un rol de acompañamiento, es el concertista quien debe asumir los antagonismos del discurso musical.
Antes de pasar al movimiento lento, Schumann cita una preciosa frase del final de su Segunda sonata para piano, op. 22, escrita muchos años antes. Sigue una suerte de Lied donde el solista dialoga con otro cello obbligato; cuando aborda un pasaje para cuerdas dobles, ambos producen una armoniosa textura a tres voces. Pero la poesía de este intermezzo es tan fugaz que ya ha quedado atrás cuando el oyente se acostumbra a apreciar su belleza. Luego el ritmo se acelera hasta desembocar en el impetuoso final, donde las demandas técnicas se mantienen subordinadas a las inquietudes expresivas y el espíritu lúdico se confunde con la repetición maníaca. 
Fruto a destiempo de un romanticismo en retirada, la Segunda sinfonía de Edward Elgar está orquestada de un modo que no podría ser más suntuoso. Dos versos de un poema de Percy Bysshe Shelley rubrican la partitura:“Rarely, rarely, comest thou, / Spirit of Delight!” (“¡Muy raramente vienes a mí, / Espíritu del Gozo!”). El compositor había pasado los cincuenta años y el esplendor de la era eduardiana estaba llegando a su fin: no es extraño que la obra evoque el carácter elusivo del deleite.
Una energía formidable, digna de Richard Strauss, rige el movimiento inicial, sujeto a asombrosas fluctuaciones métricas. Las arpas señalan la llegada de un melodioso tema lírico, de sugerente inestabilidad armónica. También irrumpe un largo episodio espectral, que Elgar describió como “una suerte de influencia maligna vagabundeando a través del jardín en la noche de verano”. Estos y otros motivos quedan sujetos a complejas elaboraciones. Puede que en este movimiento –el más largo de la sinfonía– la atención del oyente flaquee: quedará disculpado por ciertos excesos retóricos y lo difuso de la forma. 
El larghetto que sigue, en cambio, resulta memorable por su sobria belleza.  Aunque es una evidente marcha fúnebre, su destinatario y sentido son ambiguos. En principio remite a Alfred Rodewald, íntimo amigo de Elgar fallecido en 1904, pero el público interpretó la pieza como una elegía por la muerte de Eduardo VII, monarca a quien la sinfonía está dedicada. La expresión del dolor es profunda, pero a la vez tan comedida que podría coincidir con la manifestación de un duelo cívico.
Como si Mendelssohn se hubiera aclimatado en Inglaterra, un agitado rondó hace las veces de scherzo, si bien la atmósfera es más desasosegada que jocosa. En cuanto al finale, es tan elaborado como el movimiento inicial. La tercera de las tres melodías que presenta –todas muy cantables– alude a Hans Richter, gran director wagneriano que también asumió la promoción de la música de Elgar. Cuando la sinfonía parece encaminarse hacia una conclusión triunfal, sorpresivamente el movimiento se va aquietando hasta arribar a un sereno, personalísimo posludio.
DIRECTOR MUSICAL INVITADO
Wolfgang Wengenroth

Nació en Bonn en 1975, estudió piano y dirección de orquesta en la Universidad de Música y Arte Dramático de Graz, en Austria. Su carrera empezó en 2002 como maestro preparador en la Ópera Cómica en Berlín. Fue maestro de capilla del Teatro de Baja-Sajonia Hildesheim de Hannover en 2017 y en el Teatro Nacional […]

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